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Renandarío Arango

Ni siquiera alcancé a decirle que la quiero

Apenas me doy cuenta de la hora y pienso que a veces se duerme a la ¡cañona… miermano!,  sin ganas, y forzado por los insomnios. Ahora sé que por más que trato de hablarle a la almohada, es su silencio el que me hace ver como un perfecto güevon… no tengo por qué exaltarme, pues aunque no tengo familia en Venezuela, son muchos los que conocí y me robaron esa íntima cuota de afecto, de la que considero esa otra familia, –bien larga es la lista–, y también debe ser larga cada espera para comprar cualquier cosa en cualquier parte del país del petróleo, la polar, el joropo, Pirela y los Billos.

Sé que hay uvas en la nevera, medio mango, y los retazos de una pizza que me sabrá a eso que pican los pollos en sus mañanas, pero no pienso salir a comprar comida, puesto que sé que no me llenará, y ni la que compre me va a durar mucho en la nevera. Aquí el frío no se va, permanece anclao y en este fin de semana tendremos que vivir bajo menos cero, con poca nieve y mucho hielo… como si todos fuéramos botellas de vodka. Será un San Valentin como pa’ estar entre cobijas y ahorrando ropa… pero ella no llega.

Voy a llamarla para contarle. Sé que salir de Caracas debe ser como se hacía hace muchísimos años, algo así como si los aviones no existieran dentro de las propias fronteras, y se tuviera que ir a buscarlos a otro país, y eso que después de varios días de haber tomado la decisión de viajar, pues habrá que emprender una tarea como para despedirse del mundo.

¿Aló? Me dicen que pronto todo este zaperoco va a terminar, y que llevan ya años diciendo lo mismo; dicen que un tal no sé que persona ha dicho, que le dijeron que no dijera, y dice, o cuenta, que no vayan a decir, pero que la solución está por llegar, y que se preparen, porque: “¡Mi chamo, aquí nadie ofrece naaá! ¡Chico, é’que aquí nadie quiere hacé naaá…!”.  Lo que vendrá será tal vez peor, -me dijo esa otra extraña voz-, pues todos creen que la solución viene desde afuera, y que para colmo, hasta todo puede empeorar, al final, escuché con enardecido enojo: –“¡Que peo, chico!”– fue todo lo que alcancé a escuchar durante mi llamada telefónica que se cortó sin preámbulos, como si lo que yo pagué hubiera sido robado: una tarjeta telefónica de dos dólares que no duró ni siquiera cinco minutos, y en este día de San Valentín, ni siquiera alcancé a decirle que la quiero.


Photo Credits: Jason Trbovich

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