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Photo by: Germán Poo-Caamaño ©

New York y la pandemia: Regresando a un Bookstore

Después de casi cuatro meses de coronavirus algunos bookstores (los que han sobrevivido) han vuelto a abrir sus puertas. Con la ansiedad, negación y escasa capacidad de autocontrol del ludópata que ha sido privado de su casino de juegos, tomo el subway, me bajo en la 14St., y cruzo rápidamente Union Square mientras los comerciantes del Greenmarket desarman sus carpas, y George Washington desde su cabalgadura, dispone el orden de todas las cosas. A medida que me acerco al Century Building, colorada estructura decimonónica, me entró un absurdo pesimismo ya que no veía movimiento alguno en sus puertas de acceso. Al llegar las empujé y… se abrieron. Crucé el gran portal del tiempo, el de otro clima, el de temporada otoñal, quizás, y después de cuatro meses me detuve a respirar el aroma a húmedos libros.

¿Qué habrá sentido Howard Carter cuando entró por primera vez a la tumba de Tutankamon?

Creo que las cosas han cambiado un poco por estos lados. Lo pienso sin estar muy seguro sobre qué. Observo los anaqueles, mesas y góndolas de libros dispuestos como en un supermercado y siento el aire fresco en un pesado día de verano y el aroma maduro, envejecido como de un whisky de malta que me invita a caminar por los generosos espacios del bookstore. Me detengo frente a una pequeña mesa que dice “Beach Reads” que no estaba la última vez que entré a este lugar, en marzo. Las portadas son de colores exagerados, chillones, dibujos de mujeres empoderadas y parejas abrazadas con mucho amor (¿Por qué ponen imágenes de parejas abrazadas si es lo que menos se ve en esta ciudad?). Pero igual, tomo uno, “The Husband’s Secrets”, e imagino a una mujer leyendo en la playa mientras su esposo anda en viajes de negocios por California. Luego vuelvo a esa vieja costumbre de hacer correr sus hojas para empujar hacia mis sentidos los aromáticos pigmentos y barnices de la tinta y pulpa de esas hojas que una a una voy desflorando. Unos pasos más al costado, hay una mesa con “Clásicos”: Cien Años de Soledad, El extranjero, Moby Dick, El nombre de la rosa, Fahrenheit 451, El Quijote, Alicia en el País de las Maravillas, Orgullo y prejuicio, Crimen y Castigo, A sangre fría. Los toco y siento la textura de sus historias revelando el oculto orgullo de haberlos leído en alguna época de mi vida. Mi vida sobre esa mesa de New York. Hay otros letreros con títulos marketeros como, “Recommended The New York Times”, “New Ficcion”, “new nonficcion” y cosas así.

El segundo piso es el favorito de mi pequeña hija. Aquí están los anaqueles de libros infantiles y sus diferentes formas diseñadas para ellos. Mi hija, Laurita, toma todos los libros que puede cargar en sus pequeñas manos, se sienta en algún rincón y da vueltas y vueltas a sus hojas mientras simula leer con su acento cada vez más perfecto. Yo me siento a su lado simulando entender todo lo que me cuenta. Es nuestro juego y nos reímos como dos viejos amigos. Pero hoy he venido solo, así que paso de largo y me dejo arrastrar por la escalera hasta el tercer piso donde generalmente me detengo a comprar un café en el Starbucks. Se ve triste. En el lugar donde la gente se sentaba alegremente a conversar mientras bebía su café, donde los mendigos dormían la siesta, que siempre estaba lleno de gente leyendo los libros que sacaba de los estantes, ahora solo hay mesas con libros y libros que no me dicen nada, apilados como si fueran los restos de una vieja pirámide Maya. Son el tipo de libros que generalmente encuentro botados en los basureros y basement del gran Manhattan. El murmullo de esas conversaciones aún queda en este lugar. Como he vuelto después de muchos meses de coronavirus, me doy el tiempo de caminar, rápidamente eso sí, por los pasillos del tercer piso con sus revistas de cocina, deportes, espectáculos y viajes. Luego, al fondo, la sección de negocios y de autoayuda. Es aquí donde siempre hay más gente que en los otros sectores de este piso.

Son cerca de las seis de la tarde. Subo hasta el último piso donde está la sección de español. Mi favorita. Recorro el estante de un lado a otro, son casi veinte pies de largo que camino de extremo a extremo, primero rápido, luego lento tocando el lomo de los libros. Reconociéndonos. Comienzo por la letra A: Isabel Allende, Borges, Bolaños, Dan Brown, Cervantes, Cohelo, Cheever, Cisneros, Coetzee, Gabriel García Márquez, Fuget, Carlos Fuentes, Hemingway, Cortázar, Javier Marías, Lina Meruane, Elena Poniatowska, Saramago, Schweblin, Vargas Llosa. Luego regreso y tomo dos libros de Samanta Schweblin (Kentukis y Pájaros en la boca) y uno de Lina Meruane (Sangre en el ojo). Me siento en el suelo afirmando mi espalda en el estante y comienzo con Kentukis. Cuando ya no hay nadie en la sección de español, me acuesto de espaldas en la suave y fresca alfombra que huele a nueva, a recién instalada. Sin duda la han limpiado con jabones aromáticos. Estiro mis brazos, y comienzo a leer la primera página que me atrapa inmediatamente. Es sobre una chicas que juegan a mostrar sus senos por la cámara. Muy al estilo de Samanta. Así pasa el tiempo, en un lugar fresco y tranquilo. Recordaba aquellas veces que me sentía agobiado por el calor y el ruido en Santiago de Chile y entraba a la iglesia de San Francisco donde los gruesos muros de piedra aislaban el ruido y el calor completamente. Allí, en esa soledad espiritual me sentaba a leer algún libro. No creo mucho en los milagros, pero a veces esta vieja iglesia Franciscana me hace dudar porque en sus cuatrocientos años ha sobrevivido a más de cincuenta y tantos terremotos y casi todos sobre los 7 grados Ritcher, incluido el 8,3 que azotó a gran parte de Chile en el año 2010. ¿tendrá alguna relación Dios con todo esto?

Sigo con el primer cuento del libro Pájaros en la boca, “Irman”. Es sobre unos chicos que entran a comer a un restaurante en la carretera y se encuentran con un macabro hallazgo. Me gusta la historia, y una vez terminado decido agregar el libro a la compra del mes calculando los mojitos o cervezas que me privaré durante el caluroso agosto. ¡Que más da! siento que he recuperado algo valioso de Nueva York. Luego de una hora me levanto con los dos libros para pagarlos, pero antes de bajar, camino hasta el otro extremo donde está el escenario en que los escritores hacen las presentaciones de sus libros. Es un gran espacio con un soberbio escritorio de madera color café oscuro que le da un toque de grave solemnidad. Sobre el púlpito se deben ver importantes los expositores, más aún con el fondo de ventanales curvos y detalles de vitraux que al traspasarlos dejan ver aquellas verdes copas de los arboles de Unión Square, aquellos edificios decimonónicos, el metronome y sus números digitales, y mucho más allá, en el downtown, la figura del “One World Trade Center”. Me quedé un momento sentado en suelo, mirando el escenario, pensando y soñando en que algún día yo también estaré ahí hablando sobre lo que escribo.


Photo by: Germán Poo-Caamaño ©

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