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Aladar Temeshy
viceversa mag

Navidad blanca

La lluvia era una penitencia blanca para la ciudad, antes de la Navidad. No era fuerte ni suave, solamente pesada. Aplastaba a la gente en la espera de una felicidad, un alivio, la reminiscencia no confesada de la infancia por el árbol de Navidad. Vivencias pasadas, aun lejanas y envueltas en esta lluvia blanca, que ni siquiera era un aguacero corpulento, sino más  bien una grisedad llorosa, que no tenía lugar en la Navidad. Los burgueses iban rápido a los centros comerciales para conseguir espacio donde aparcar el vehículo y poder caminar desafiantemente hasta el mall, cadena de almacenes de pretensiones diferentes de vender las cosas elaboradas en China. El precio se ajustaba a las variables de las demandas, pero no al reconocimiento laborar de unos encorvados muertos de hambre en Asia. Aquí en la llanura, la lluvia lenta quería cumplir, por la exigencia del calendario, con la Navidad, y había que comprar cosas para regalar y así estar en paz con la sombra de Scrooge, por referencias de películas y, ser bueno. Es fácil, la bondad florece con las tarjetas de crédito.

Él postergaba las compras por circunstancias, se sentía  sofocado, fuera de su lugar. Los dos regalos deberían estar bajo el árbol de Navidad mañana. Antes compraba sus regalos con anticipación para evitar que la ola de compradores le arrastrara en los almacenes, entre empujones dejándolo confundido sobre la forma y sentido del regalo adecuado. Hace años iba con una lista larga para cumplir con su papel de Santa Claus. Lo que pasa es, que la gente se pierde en el mundo, los niños crecen y la lista se mengua. Este año todo quedó fuera de lugar y ahora la lluvia gris. Decidió no ir a los grandes centros comerciales, sino más bien a estos sectores ajustados por la secuencia de comercios, cada uno con su exhibición en su vidriera. Efectivamente llegó a este conglomerado de venta y, por impulso de curiosidad o tentación, a una tienda asiática repleta de  baratijas para decorar la casa con gusto dudoso. Después de unas vueltas entre pinturas prefabricadas y ajustadas por color y tamaño, alfombras japonesas y hierros para revivir el fuego inexistente en las chimeneas eléctricas, se fue para la calle con la satisfacción de haber cumplido con el requerimiento anual de estupidez.  Se acercó a la tienda de vestidos para damas, donde hace tres décadas, su hija universitaria había trabajado. No había mucha gente y, él fue el único hombre entre los compradores. Iba lento entre mesitas repletas de suéteres, pijamas, blusas y abrigos. El abrigo es un buen regalo pensó, pero no había talla ocho. Se cansó por las vueltas sin entusiasmarse por artículo alguno.  Vio cosas, las tocaba para sentir la calidad, la finura. Buscaba dos regalos talla número ocho, el más corriente de los tamaños. Se cansó en la búsqueda por color y número. Se sentó con tres blusas entre manos y esperó a que una empleada aclarara la diferencia entre los tamaños de seis y ocho. Vendedoras vestidas uniformemente en ropa negra pasaron a su lado sin ponerle atención. Esto lo molestó y, tomó su decisión por el ocho, tamaño ya escogido, se acercó a la caja y pagó. La cajera le preguntó algo sin que él lo entendiera y al repetir la pregunta, se conformó con su propia confirmación.

El calor vino de abajo, subió por las piernas, pasando su cuerpo agarró el cuello sin dejarle oír lo que dijera la cajera. Cogió las cajas con los regalos y se fue para la calle para liberarse del calor que poco a poco alcanzaba la cabeza. La calle es la solución, sí, la lluvia. Las cajas con el sello de la tienda con sus blusas pesaban toneladas pero no podía abandonarlas. Tienen que ser colocadas bajo el árbol de navidad. El peso y la cabeza… tenía que sentarse o iba a perder el conocimiento. En el otro lado de la calle había dos sillones de madera pintados de blanco. Hay que llegar hasta ellos, llegar y sentarse y no pasará nada. Pasó la calle, el Rubicón. Llegó hasta la silla que guardaba el agua de la lluvia. Hizo un gesto para quitar el agua pero no terminó. No importaba, tenía que sentarse ya. Sí, así sentado ya tenía seguridad.  ¿Seguridad de que? Aflojó el chal de cachemira para sentir la briza fría. Para revivir la cabeza. Sí, así sentado en el vacío.

La niña, su nieta vino con su padre y lo vieron sentado en la silla mojada, sin distinguir que mojada fuera más blanca, la silla por la pintura, o él en su palidez. La niña se asustó. Nunca, en sus ocho años, ha visto sentado a alguien de cara blanca, blanca… como… como las sabanas. Tocó el brazo para salir de duda, para salir del miedo. El abuelo volteó su mirada vacía hacía ella. Así que el viejo es viejo, solamente se pintó la cara y ahora está lavándola sin la mano. ¿Cómo lo hace? Y papá está secando esta cara blanca  con un pañuelo. Sí, a este sudor frío que la brisa no logró secar.

Él vio a la niña, y quería asegurarle que estaba bien, sí, que estaba bien. Vio el susto en los ojos de ella y afirmó que se sentía bien. El calor se alejaba de la cabeza con la briza fría. ¿Que la silla está mojada de la lluvia? No, no importa, sí, estoy bien. La niña mira al abuelo sentado en la silla blanca enchumbada de lluvia quien le dice, que está bien; con esa cara de sabana planchada, dice que está bien, si bien a ella siempre le han dicho que no puede sentarse en lo mojado, y la silla está mojada, y dice que está bien….

Ya pasó lo que no tenía que pasar, la cabeza estaba como un ánfora vacía, el susto de la niña daba vueltas sonoras, incomprensibles. El miedo ante algo desconocido, y para defenderse la pregunta: ¿estás bien? ¡Cómo explicar con la cabeza en el vacío, que en un fragmento de minuto sin oxigeno, se van la razón y la vida! Solamente un fragmento de nada y, la niña que pregunta si estoy bien.

En casa como una sentencia programada, la pregunta de la niña se repetía, con frecuencia ajustada a la liberación del susto. Él, sí que estaba bien, solamente con la pena de haber asustado la nieta. Un sentir sin perdón. La lluvia dejó la ciudad para su Navidad. Él miró por la ventana buscando algo,  la lluvia, un recuerdo, un no sabe qué. Agarró el teléfono y llamó a Fernando allá en el Sur, lejos de millas y kilómetros, a Fernando el plomero…   

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