Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
nueva york covid
Photo by: David Mello ©

Nancy Green me advierte

Despierto en una cama diferente. Abro las persianas que no son las mismas de todos estos años. Veo un paisaje tropical allí afuera. Un lago refleja las casas anónimas de enfrente. No se oye el sonido de la ciudad. No veo el gris de los edificios de Park Terrace. No se oyen los fuegos artificiales de casi un mes entero. Las palmeras se contonean y hasta creo que nos saludan. No logro entender si sigo en el sueño o es mi recién estrenada realidad.

¿Realidad?

Ayer vi en las noticias a un grupo de personas protestando en el City Hall de Cape Coral en la Florida. Negros y blancos gritaban a la par, alegando que le estaban violando sus derechos de entrar a un edificio público por no llevar máscaras. Los protestantes tampoco llevaban armas, ni tan siquiera tenían un ladrillo en sus manos. La policía terminó arrestándolos. Una de ellas, una elegante mujer afroamericana gritaba: “Esto es el principio del comunismo en este país.”

Desde la primera vez que salí de casa en esa cuarentena de 27 días, y caminé por ese Alto Manhattan que he dejado atrás para siempre, sentí una energía enrarecida. Las colas, a veces seis cuadras a la redonda, para recoger una bolsa de comida, me recordó el infierno de mi niñez. Me recordó esa isla que se ocupó de la tortura de mis primeros 10 años. Tomé fotos, pero confieso, con una gran incomodidad dentro de mí. Iban y venían imágenes nada alentadoras.

Luego, con el paso de los días, volví a soñar. Hacía semanas que no lograba dormir. Una de esas madrugadas que logré dormir un poco más de lo habitual, me vi caminando por una Manhattan triste y desierta. Intentaba entrar en el café predilecto del barrio y unas tablas lo impedían. Corría hasta mi jardín secreto y sus árboles parecían ruinas de un templo desconocido. La barbería de Ray estaba destruida y en su fachada habían pintado las consignas que había visto antes en esa otra isla. No quise poner un pie en el parque, desde lejos veía su verdura cubierta de basura. ¡Un gigante mar de desechos por todo mi parque! Los latones de basura incendiados, boca arriba. Sufrí con la misma intensidad de cuando he perdido a un ser querido. Amo a esa ciudad. Desperté tan mal ese día que tomé la decisión de irme lo antes posible.

En menos de un mes empaqué mis libros y en silencio me marché.

La ciudad se ha visto azotada por tiroteos. Tomó varios días para que la prensa escribiera sobre el mal que ha ido escalando por todo Nueva York. Tenemos un alcalde que anda en una constante tug of war con el gobernador. Dos niños jugando a ver quién puede más. Primero, han manejado la situación del virus terriblemente mal, pero eso quizás venga o no, en otra crónica. El mes de junio nos trajo fuegos artificiales mezclados con tiroteos. Solamente el fin de semana del Día del Padre tuvimos 19 tiroteos. Las cifras suben, mientras los gobernantes discuten. Ambos son fichas claves en la manipulación que hierve.

Le han secuestrado la causa al afroamericano. Esos 400 años de abusos e injusticia ahora lo manipulan a su antojo. Con cada nombre que borran de productos, con cada estatua que desmochan, pintándolas con la hoz y el martillo, con cada etiqueta de racista que intentan colocar, damos tres pasos hacía un totalitarismo rojo. Incluso, una de las fundadoras de Black Lives Matter, Patrisse Cullors en una entrevista con Jared Ball dice:

 

“The first thing, I think, is that we actually do have an ideological frame. Myself and Alicia in particular are trained organizers. We are trained Marxists. We are super-versed on, sort of, ideological theories.”

Básicamente se traduce en:

“Lo primero es que, pienso que tenemos un marco ideológico. Alicia y yo en particular, somos organizadoras entrenadas. Somos marxistas entrenadas. Nosotras estamos muy versadas, más o menos, en teorías ideológicas.”

Luego, la veo en fotos con Maduro, supuestamente supervisando una de las tantas elecciones malogradas de Venezuela.

Doy tres pasos atrás. Días antes de irme converso con una gran amiga afroamericana que amo. Le comento, hablo de mis inquietudes mientras tomamos una cerveza en Indian Road Cafe, a media cuadra de mi casa. Ella me comenta que no tenía idea de la posición ideológica de las fundadoras de Black Lives Matter. Esta mujer negra, inteligente y pausada, me comenta que había estado en una protesta pacifica en Harlem días antes. Cuenta que los oradores estuvieron espectaculares hasta que un blanco subió al podio y comenzó el discurso de acabar con la policía. Me dice: “En ese momento me perdió. Me fui a mi casa. Necesitamos de policías buenos. No apoyo ningún tipo de discurso de odio.” Le di las gracias por su posición tan coherente. Le di las gracias por su sensibilidad y fortaleza.

También me pierden.

Esa última noche, con las maletas hechas y estrictamente una cama flotando en el medio de la habitación, volví a soñar. Nancy Green, la modelo que hizo famosa la Aunt Jemima fue eliminada después de cientos de años por Corporate America. Una de las primeras historias de éxito por afroamericanos en este país, una de las primeras historias de éxito de mujeres negras, para ser más exacto, apareció en mi pesadilla. Nancy flotaba suspendida en el aire por unas manecitas sin rostro. Cada vez que intentaba mirarla fijamente, ella me guiñaba un ojo. Después de un largo rato en ese intercambio sonrió y sus caderas aparentaron hacerlo a la par. Me dijo con una voz potente y segura de sí misma: “Es tiempo de irte del Alto.”

Desperté sudando, aunque el aire acondicionado estaba al máximo. La gata, que se había quedado solamente con una colcha azul de cama, una de tantas llevadas conmigo de aerolíneas, dormía intranquila. No estoy seguro si tenía mi misma pesadilla, o si las suyas eran menos temerarias.

Hice varios viajes al sótano, botando la basura que había quedado. En uno de esos viajes, Nancy volvió a asomarse. La vi juiciosa en la silla de hierro negra, al lado de una escultura de JFK que el super cuida con esmero. Guiñó su ojo una vez más con picardía. Silbó y su melodía me pareció conocida. Le di la espalda, apreté el botón del elevador con mi dedo enguantado de látex y mi máscara azul cielo. Antes de que la puerta cerrara, volví a buscarla, quise despedirme, pero Nancy había desaparecido.

Nancy, también nombre de mi madre, te agradezco el mensaje.


Photo by: David Mello ©

Hey you,
¿nos brindas un café?