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Paola Herrera
Photo Credits: Liz Jones ©

My Morning Among The People

Recorro las calles mientras un viento flemático matinal me despierta los sentidos. Los transeúntes se dirigen cada uno a esa vida común de rutina áspera, en busca de cosas que solo duran un rato, olvidándose de otras que podrían durarles toda la vida, sobre todo al hacer memoria, al recontar cada azul o cada bruno. A lo lejos, en una esquina, unos adolescentes comparten un cigarrillo, tal vez para olvidarse de los desasosiegos, para espantar las condenas, para expulsar, en un aire contaminante, desde sus pulmones todo aquello que arde. Al otro lado de la avenida hay una señora que bebe café sentada en una mesa en las cercanías de una panadería, no lee el periódico, pero sí un libro que no logro distinguir. Me pregunto si tal vez la historia que lee pudo haber sido alguna vez su propia historia, luego me digo: “Déjate de pendejadas, mujer” y sigo transitando las calles. Entro a una tienda de antigüedades, pregunto por una máquina de escribir azul marina que visualicé meses atrás, ya no está, se la han llevado como se lleva el viento en otoño las hojas del pavimento, entonces sigo echando un vistazo y encuentro otra, una azabache, con las teclas sobresalientes, un poco más añeja, pregunto al encargado si funciona y me responde que ya no. Yo que siempre beso a la esperanza antes de cualquier respuesta, siento que el desaliento me abriga nuevamente. Dos malas noticias en un santiamén, puede ser habitual en estos caminos de renglones torcidos, pero yo no quiero que sea usual que, en un intervalo mínimo de tiempo, la languidez haya conquistado el mando. Me despido del chico de ojos verdes que me atendió, le proporciono las gracias, sigo caminando sin detenerme y de repente un sollozo infantil me turba. Es un niño, le calculo cuatro años, cabello castaño, ojos café, piel nívea, a regañadientes su madre insiste en que entienda lo que significa un NO. Dentro de mi cabeza, en la sinapsis de mis neuronas, con las experiencias pequeñas que me ha concedido la vida, me digo para mí misma: Ay hijo mío, para que aprendas lo que realmente simboliza un NO aún te falta mucho que crecer y no hablo de estatura, así que le doy la espalda a ese momento familiar. Recibo una llamada telefónica, que pierdo porque estaba concentrada en apreciar la naturaleza tirada en el césped del Peñalver, inspirando el aroma inefable del hábitat. Por su lado los incesantes rayos de luz que provienen del sol desayunan de mi cuerpo tenue. Cuando te olvidas del mundo virtual por unos minutos la vida es otra cosa, la vida es como un helado de tres bolas para un infante. Tomo el teléfono, envío un Whatsapp a la persona que me llamó diciéndole que no estoy disponible, que no puedo hablar todavía. Aprovecho ese instante para ver la hora, 10:46 am, todo lo que he recorrido me parece poco para lo mucho que ha transcurrido el tiempo, pero así es el tiempo, desfila alígero mientras perdemos trenes en andenes de otros. Extraigo de mi bolso una botella de agua, bebo la mitad, no he conversado con nadie, y la sed más grande viene del silencio. Me dispongo a leer poesía desde mi teléfono, algo caritativo en estos tiempos flamantes y trepidantes es que no hay excusas para no leer. Y así trascurre mi mañana, otra caminata matutina de mi vida. Tal vez una mañana parecida a cualquier otra a la que jamás presté la más exigua atención, ni detallé con esmero. Y la vida continúa, hasta en ese instante en el que tomas una decisión y sabes que no hay vuelta atrás.


Photo Credits: Liz Jones ©

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