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Photo Credits: Secretaría de Cultura Ciudad de México ©

Murales y danza folclórica en el Palacio de Bellas Artes

Aquel domingo quise festejar el cumpleaños de personas queridas y celebrar en mi corazón porque sí, porque soy feliz y estaba en México. El Palacio de Bellas Artes, donde asistiría al espectáculo del Ballet Folclórico de México, me proporcionó el entorno ideal para hacerlo.

Mientras me acercaba caminando por la amplia Alameda Central, el exterior del palacio me atrajo por el contraste cromático entre la piedra blancuzca de sus arcos y columnas, y los amarillos, anaranjados y verdes de sus cúpulas coloridas. Su interior me sedujo aún más, con sus vestíbulos, escalinatas y columnas de mármol y sus detalles art decó. Me alucinaron las máscaras de Tláloc en las aldabas de las puertas y los capiteles de las altas columnas.

Aproveché para observar los murales de José Clemente Orozco y Diego Rivera. Pero me detuve por largo rato ante uno pequeño que casi todo el público ignoraba. «La piedad en el desierto» (1942) de Manuel Rodríguez Losano muestra a una mujer indígena de reboso azul y vestido café, sentada en la tierra árida, sosteniendo el cuerpo inánime y desnudo de un hombre joven, delgado y más blanco que ella. Su rostro de ojos cerrados se inclina hacia la tierra con expresión de penar estoico. Atrás, se extiende un desierto de color café arcilloso hacia un lejano horizonte azul. Con sencillez cromática y de composición, el mural minimalista me conmovió mientras la gente pasaba sin mirar.

Bajé las escaleras meditando. ¿Por qué la gente pasaba de frente al mural más conmovedor y humano de todo el palacio? La mayoría prefería admirar el mural de Orozco que mitificaba a Cuauhtémoc, último tlatoanio Señor mexica, como un mártir heroico que resistió la Conquista capitaneada por Hernán Cortés. ¿Pero los generales mexicas no eran militares que oprimían a tlaxcaltecas, cholultecas, mixtecas y zapotecas entre muchos otros pueblos? Un mural de Rivera, por su parte, se excedía en entusiasmos leninistas. Otro, “Danza de los Huichilobos” (1936), parte del políptico “Carnaval de la vida mexicana”, mostraba una danza de guerreros mexicas cuyo nombre se refiere a su dios de la guerra. ¿Qué hacían estos muralistas mitificando un pasado militar supuestamente mexicano? Ganarse los generosos pesos del Estado, sospeché. La “Piedad” de Rodríguez Losano, en cambio, invitaba a responder con cuidado y compasión al sufrimiento de los marginados. Y casi nadie le dedicaba más que un atisbo efímero.

Pero yo iba al palacio a festejar. Entré en cuanto pude a la luneta del teatro. El espectáculo de danza del Ballet Folclórico Mexicano fue una explosión de sonido, movimiento, color, alegría y belleza. Me deleitó el espíritu.

Las danzas me llevaron de la época prehispánica a la Revolución Mexicana. Mostraron la cultura popular de estados de todo el territorio mexicano, de Jalisco a Veracruz y de Yucatán a Guerrero. Coreografiaban cacerías prehispánicas del venado, pescas en el golfo azul, rituales religiosos sincretistas, fiestas de la Candelaria con fandango incluido, charreadas con fines seductores, vidas de “soldaderas” revolucionarias, cortejos amorosos y bodas. A través de ellas, observé y escuché la confluencia de culturas mesoamericanas, europeas y afroantillanas. Afloró en mi corazón la alegría de todas esas gentes.

Recordé además las veces que he intentado bailar ritmos populares mexicanos: en Bryant Park en Manhattan, en Barbés en Brooklyn y en el mercado de San Pedro Cholula. En esas ocasiones, no solamente me he sentido alegre sino que he sido feliz. Revivir y nutrir esa felicidad fue una buena manera de festejar a personas que quiero y de festejarme yo en el Palacio de Bellas Artes.


Photo Credits: Secretaría de Cultura Ciudad de México ©

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