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Adriana Cabrera

El mundo según Etelvina 

Ellos sabían por anticipado que nada era menos seguro que la libertad de costumbres y de vida en ese lugar. Ellos eran conscientes que todos viviendo en ese sistema corrían peligro, de esos peligros siniestros. 

Ellos sabían que para cambiar la situación había que abandonar el enriquecimiento ilicito, las transacciones turbias y las ventajas excesivas entre oligarcas, políticos y astutos.  Había que abandonar esos juegos confusos entre crimen y beneficio.

Lo sabían desde hace mucho tiempo, pero dejaban al pueblo asesinarse entre sí, destruirse, agobiarse, maltratarse, hasta tal punto que la dignidad básica que surge de un crecimiento ínfimo, de una mínima evolución intelectual no encontró allí su nido. 

Ellos estaban permitiendo que la multitud se carcomiese los intestinos tanto el deseo de vivir la justicia en su propio paraíso les era esencial e imprescindible.

En las albas de las esperanzas que se dieron, un mensajero llegaba con sus anuncios encantadores a confundir los espíritus simples y todo volvía a ser igual.

Los habitantes habían crecido en cantidad sin embargo, párvula mano de obra barata generando riquezas que surcaban aún más los estratos. La mayoría se sacrificaba sin pena ni rodeos bajo un sol ardiente. De todas maneras la religión se había vuelto también extrema, radical. La cordura vivía lejos, del lado los sabios, como en los tiempos del origén del hombre. Las mujeres no tenían nada que agregar, eran un motor que funcionaba bajo toda circunstancía.

Ella había buscado en las historias del pasado algo que le sirviese de ejemplo, algo que le diese esperanza. Se había encontrado con tantos como ella que habían sobrevivido a condiciones aún mas intensas que la suya, pero en ninguna de todas, inclusive en los versos de la génesis, habia percibido tanta impiedad, tan perpetua, omnipresente y oscura como la que habían vivído ella y los suyos a lo largo de sus propios destinos. 

Ella había querido entender el porque de tantos sucesos trágicos, de tanta destrucción y de tanta desidia en ese transcurrir sin fin. Había tratado de desenmarañar los hilos de tantas vidas botadas al abismo, en una culpabilidad absurda, una ansiedad y una confusión que sólo se amnestesiaba en el consumismo mercantil. Lo había intentado haciendo lista de esos actos casi irreales, concebiendo otras nuevas más justos y congruentes. Pero nada le anunciaba un cambio de raiz.

Etelvina había nacido en un rancho de bloques y ladrillo que a penas poseía luz eléctrica. Su rancho rodeado de potreros de ovejas y de fabricas silenciosas no poseía mas contactos con el mundo exterior, nisiquiera a pesar del auge del teléfono particular. El primer televisor que vió fue donde su vecina, el dia en que el primer hombre caminó en la luna. Los vecinos habían venido en masa a descubrir una imagen efímera en blanco y negro que jugaba al robot en medio de una bruma desierta y oscura.

Etelvina nunca tuvo libros y casi que ni sabía que existían. Las únicas historias que conocíó las escuchaba en la radio con « Solución a su problema » los días de la semana a partir de las dos de la tarde, al regreso de su escuela. Una voz  madura y maternal que provenía de la gran radiola apostada en el centro de la única habitación repleta de catres y de armarios donde dormían todos. Nunca se dijo que debería salir de allí. Las cosas se iban a dar por sí solas.

Las cosas habían empezado a darse un día, al amanecer, cuando dos tipos en gabardina golpearon el portón de su rancho de manera inquisidora y le anunciaron a la vieja que su hijo había sido asesinado en una confusa riña de borrachos. Ahí, solamente ahí, Etelvina comenzó a despertar, dejando su infancia escondida detrás de las puertas.

Su padre había iniciado un ciclo infinito de asesinatos, accidentes, fugas, enfermedades violentas y sucesos tan irreales que pareciera que el destino se empeñaba en desgraciar su existencia. El padre de Etelvina con su muerte accidental había borrado de un tiron el olvido que pesaba sobre la existencia de su madre natural.  Había sido una criolla, que la había traído al mundo a los diecisiete años y que terminó fugándose cansada de un hombre celoso y posesivo.

Eso le contaría ella años más tarde justificándose. Otras ilusiones vendrían a tentarla, a parte de salir a la búsqueda a su madre, Etelvina se prometería a si misma de aclarar ese mundo de silencios e injusticias.

Su primer encuentro con Dios fué al entrar a la iglesia detrás del féretro. En medio de ese caos que se abría desde ahora ante sus ojos, los dogmas hubieran podido devorarla, pero ella aturdida prefirio seguir su voz interna, la misma que había encontrado desde chica, cuando se escondía detras de las puertas. De todas maneras, con todo lo que empezaba a descubrir, sólo limitarse a créer en sí misma y en los murmullos de sus presentimientos le daría confianza. 

Ese mismo año, Etelvina sobrellevó ingenua el atropello de la vieja con la que vivía por un camión distraido que la sumió en un largo coma hasta fallecer. Ella y los otros habian quedados abandonados al primero que se interesara en ranchos a cambio de cuidar huerfanos. Mas tarde uno de los hijos de su padre con otra mujer, enfermó de una epidemia extraña hasta agonizar, lo que dió a Etelvina la decisión inmediata de abandonar el rancho y los otros con la esperanza de apaciguar tanta muerte invicta. 

Al encontrar a su madre Etelvina culminó su infancia. El encuentro fue tan corto, tal un dictamen de juicio final, su madre acosada de una culpabilidad naciente, atraparía un cancer fulminante y se llevaría con ella todo lazo de protección que hubiera podido quedar. La madre instalada y burguesa en una casona con sirvientes, había ofrecido albergue, comida y vestida, por que el afecto era otra cosa, y le había enseñado en tan poco tiempo a retomar su vida que era lo único que le había podido dar. Allí le revelarían que su padre había sonsacado a su madre de la casa familiar a cambio de una elegante boda religiosa, lo que le había dado derecho más tarde a ella, de abandonarlos y de seguir su camino sin escrúpulos ni consciencia. Era muy jovén, insistía ella.

El tiempo fue corto, Etelvina tuvo que aprender a esquivar al rústico padrastro y las iras y perfidias de la madrastra que al venir a remplazar a su madre haría de pies y de manos por recuperar lo poco de la fortuna que quedaba.

Terminó huyendo y empezó así descubrir el horizonte, que ante sí parecía tan grande, que hasta transparente podía ser.

En plena crisis de escazes y violencia, las historias vendrían a cruzarse. La suya no era nada al lado de las que iba a conocer. Tantos jóvenes que llegaban de una larga travesía, disimulaban con dificultad la huella que la sociedad dejaba en su selección. Habían dejado parte de ellos mismos en el camino hasta ese tramo.  Venían de familias matriarcales, organizadas y acomodadas en la ausencia de referentes masculinos. Prototipos de hogares extendidos por la urbe según las aleas del sacrificio. Habían vivido vidas aún más miseras que sus recuerdos y se mantenían a la merced de pruebas tan exiguas como insoportables. El equilibrio psicológico era parte del milagro y todos ellos aparecían dispuestos a esos y otros muchos mas sacrificios todo fuera por no hacer parte del estigma y de la indigencia que la sociedad en ese momento les ofrecía.

Ante tanta gravidez la suya era una historía ligera, esos nuevos rescatados, libraban batalla bajo el mismo deseo de futúro, pero no a todos le daría para ir lejos. Para salvarse, la suerte, la opulencía y la usura de buenas relaciones debía imponerse ante ellos. Un sistema de compra y venta de todo tipo de apreciaciones, donde la decencia estorbaba y la moral y las virtudes no hacían parte del negocio. Había que ser un lobo en medio de los lobos.

Tanto acoso les haría buscar el éxodo, buscarse el mundo sin ataviarse de cosas que ademas no poseían. Etelvina, como los otros, huyó ante tanta asfixia. Hicieron el todo por el todo para dejar atrás su tierra, rebuscándose la vida. Se habían ido a meterse en medio de mundos extraños y ajenos a su propía verdad que además ni conocían.

Así empezó Etelvina a rastrear y descubrir verdades a través de revelaciones, que a veces fueron falsas, otras fabricadas y casi siempre inventadas con la imaginación del olvido. Se toparía con libros de bibliotecas antiguas y gratuitas, con las buenas hadas del destino y también con las malas.  Pero ella preferíria las verdades plagiadas por la historia de los libros y sus bibliotecas. Esas bibliotecas viejas con sus fondos revelarían su propia naturaleza. La misma que cargaba dentro desde chica, y que a pesar de ignorarla, en su inconsciente presentía.

En esos lugares polvorientos, cubiertos de una capa de grasa oscura sobre las maderas reteñidas, inmersos en el eco y el silencio, la historia de sus « progenitores » existía. Las ciencias, los cuentos, las  leyendas se convirtirían en ese coma que faltaba al trama de su vida. Una vida que se inventaría.

Etelvina se dejaría vestir de textos, de actas, de informes, de imágenes, de litografías, de mapas, de cartas, de testimonios, de relatos que le hablarían de su pasado. A pesar de que su identidad se desleía entre tanta curva y tanto paisaje, en medio de otra cultura y de una lengua diferente, parecíera justamente que ella se encontraba aún más así misma. Como si comenzára a verse dentro del retablo gigante que mostraba el destino de la humanidad a la que pertenecía. 

Lejos de su tierra lo comprendería todo. Así, como un día los violadores habían venido a pillar sus tierras y a masacrar sus gentes, ella había ido a esos sus lugares a desnudar la verdad que la historia le ofrecía. La impunidad muda de tantos siglos en vano le haría crecer en indignación más de lo que se podía imaginar. 

Etelvina descubriría papiros con palabras simples y frases cortas, en versiones diferentes, de viajeros, científicos, religiosos, geógrafos, artistas, botánicos, pintores, escritores, gestores y hombres de reinos de los diferentes países europeos que habían visto su tierra tantos siglos atrás. Ellos eran testigos del que habia sido su antiguo mundo y lo habían ilustrado con copias fieles de litografías, de lienzos y bosquejos mostrando también la crueldad que habían traido tal sus primeras mitologías.

Todo su mundo fue remoldeado desde su revelación. Ellos, cargados de sus propios linajes, de sus propios monstruos, de sus propias tragedias, dramas, y misterios habían venido y lo habían transplantado todo sin autorización. Lo habían transfigurado hasta asemejarlo a ese antiguo mundo, el de ellos, el de los ursurpadores. Habían adaptado a la fuerza y homogeneizado un mundo que era totalmente otro. La religión y las armas fueron sus medios, pero con todo eso y a pesar de tantos siglos, nunca lograron borrar el destello del dios ínti, del dios sol, testigo mudo que siempre estuvo allí resplandeciente y brillando a pesar de tanto horror, a pesar de tanta sangre.

Cuánto tiempo había vivido engañada y cuánto más habían vivído engañada toda su gente. Se habían creído de raza secundaria, de físico menospreciado y poco aventajado, comparándose siempre con lo que no eran. Habían escondido su lengua extraña y desvalorada, así como su origen vástago y relegado. Nada de eso era cierto.

Ella como los otros eran parte de las minorías que habían sobrevivido a los ataques de los ladrones y asesinos.

Ella como los otros podían hacer alarde de poseer facciones de los primeros pobladores de esas tierras que otros habían ocupado.

Ella como los otros podían sentirse orgullosos de compartir una lengua ancestral y preciosa, ahora casí muda.

Ella como los otros eran originarios de la primera cultura que había contemplado el mundo y la vida de otra manera, con otro sentido, en esa tierra que era la suya. Una cultura otra, que también había tenido el derecho de existir si la hubieran dejado.

Ella como los otros tenían la obligación de preservar y mantener sus tradiciones y sus saberes aunque hubieran sido disminuidos, casi borrados por siglos y que ahora algunos sabios trataban de restituir sin éxito. 

Ella como los otros jóvenes habían abandonado su pueblo y habían sobrevivido y veían ahora desde lejos esos siglos que habían pasado por esa misma tierra sin destruirla, a pesar de la codicia ciega del medioevo y de la nueva codicia heredada en los que ahora no hacian nada por redimirla.

Lo había descubierto todo allá, de donde provenía el oprobio. Allá, en las antiguas y colectivas bibliotecas llenas de libros raros y preciosos abiertos a quien les quiera leer.  Allá, lejos. 

Sus nuevos conocimientos, ahora en vez de darle un arma para luchar contra ellos, eran la aurora de un pesimismo visionario. Por que a pesar de comprender mejor a quienes no eran conscientes de su error, veía el deshonor hasta en los mas pequeños de sus actos.. La injusticia, otra paz, otra vida, se deshacia en el envilecimiento que los poseía a todos. A pesar de que las cenizas tomasen vida, las exigencias de un indulto se alejaban entre tanta descomposición.

Sería tal vez demasiado tarde para exigir a los agresores pagar por semejante genocidio y verlos continuar impunes ejerciendo otras formas de colonización.

¿Qué podría comprender la dictadura liberal en medio de su propio circulo destructor?

Etelvina supó que su único deseo era regresar. Atrapar lo que sobrevivía dentro de ella, aunque hubiese emprendido un camino sin regreso.  Volver a sus raíces, volver a su estepa árida y terrosa, a veces en extremos húmeda y densa, otra veces tan seca y descompuesta. Volver a sus aceras destapadas y al hollín en el aire. Volver a su desorden construido cada día. Nada de eso le asustaba. Podía vivir allí de nuevo, en medio de la ciudad «retrógrada» que el mundo progresista explotaba.

Aunque no era la ciudad pequeña que habían dejado. Aquellos que la manejaban y se abatían sobre ella eran más. Aquellos que resignados cumplían el deben eran más. El mismo destino de sus primeros asesinos continuaba. No habían entendido que podía sólo ser un espacio de lucha entre la naturaleza intensa y el hombre acomodándose a ella, donde se podría jugar o no el juego del capitalismo. Las desigualdades ahora eran otras más grandes, más densas. Sobrevivir seguía siendo ignorar al otro pasándo por encima, y olvidar compartir con él un mundo en medio de búsquedas mutuas. Continuar en un destino común.

En todo caso ella nunca había imaginado vivir tanto, ni mucho menos había pensado en desmantelar la verdad opaca de su pueblo y el fondo y el fin de su identidad. Se creía tan maldita como los suyos y después de haberlo descubierto, seguir tan lejos solo le aportaría vivir el mismo destino que los suyos tantos siglos atrás.

Porque ahora allá también vivía el miedo, allá lejos donde se había engendrado la crueldad había vuelto cíclicamente la ansiedad por proteger lo que se poseía, el tedio eterno en los jóvenes sin perspectivas, el deseo perpetuo de refugiarse en los valores creyéndolos seguros y la ignorancia casi sistemática de nuevas sociedades que nacían de sus cenizas. Nuevas sociedades que surgían después de las masacres, del fin de cautiverio, del yugo de sus verdugos, y que ofrecían en sus resurrecciones a veces un halo de libertad y un deseo profundo de no asemejarse al actual mundo que les poseía. 

Tal vez por eso Etelvina había sobrevivido tanto tiempo. Tal vez para volver a soñar.

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