Ya pasados los treinta, el individuo en mención, el aludido, habrá de saber si lo que hace, o lo que ha hecho hasta aquel momento, interfiere o no en su proyecto de vida o, por lo menos, en lo que quiere que sea su vida en adelante. Esto, primero, porque quien escribe ya pasó la barrera de los treinta y, segundo, porque se hablará de alguien que ha vivido, apenas, la tercera parte de eso, pero con la intensidad del que ama sin abrir los ojos. Se trata de un niño inglés de doce años que se propuso construir un pozo para extraer agua en un país cualquiera de África, podría ser cualquiera del mundo, y con esto ayudar a sus habitantes, en pobreza extrema, con su hidratación básica diaria. En cuanto se enteró de la problemática en el continente más sediento del mundo ahorró cuanto billete y moneda tuvo en su mano hasta que, luego de varios intentos fallidos, además de incontables trabas burocráticas, completó lo necesario para la ejecución del proyecto. Y, contra todo pronóstico, un día estuvo allí, viendo cómo funcionaba su pozo, el de todos, el pozo del mundo. El pozo del nuevo mundo.
Ya pasada la niñez no queda retorno, se sabe. Pero no por esto es que no tenemos salvación, ni mucho menos, sino todo lo contrario: mientras más tengamos en la memoria el niño que fuimos, más nos encargaremos de que su memoria sea honrada, bien sea por el adulto que somos o el niño que volveremos a ser luego de los treinta, luego de la muerte. Porque toda muerte tiene solución, menos las que no queremos que la tengan. Pero eso es cosa de niños, cosa que los adultos no entenderemos hasta que dejemos de serlo.