CIUDAD DE MÉXICO: Es lo que anunciaba el cartel de cine que leía con estupor a través de las vías del tren ligero. Cansada e inmóvil en medio de la multitud que se formaba en la espera del tren, no podía dejar de pensar en todos aquellos que intentaron comunicarse conmigo durante toda mi travesía, hasta llegar a esa plataforma.
Ese día viajé a Roma Norte desde Xochimilco para asistir a una ponencia de políticas mineras con amigos y colegas. Aquello implicaba tomar el tren ligero, dos líneas de metro, el metrobús y caminar tres cuadras hasta llegar a mi cita en Casa Laam. La travesía sumaba más de hora y media.
Durante el evento los ponentes fueron muy dinámicos. Una en particular, fue muy ferviente al describir la urgencia con la que los humanos debemos reconocer los derechos de todas las comunidades indígenas, que están siendo despojados de sus territorios y vidas, gracias a la minería. Desde el escenario exclamaba: «¿hasta cuando no nos vamos a reconocer unos a otros? ¿será hasta cuando estemos todos igual de jodidos?… ¿hasta entonces?»
Tras finalizar el evento y cenar con un amigo, una vez más embarqué en mi viaje al sur, hacia mi casa. Y fue durante ese primer tramo que se subió un anciano con ropa espesa y gruesa de mugre, que tras pararse en medio del pasillo empezó un canto inaudible: sus gritos en sintonía con el tintineo de su vaso modestamente lleno de monedas.
Él era totalmente incomprensible, pero por su mirada desesperada todos sabíamos lo que pedía. Y mientras la mayoría de los usuarios evitaban el contacto visual, como tan bien sabemos hacer los habitantes de esta ciudad, era imposible ignorar su canto mientras arrastraba sus pies a lo largo de los pasillos del vagón.
Cuando llegó el momento de transbordar a la otra línea me bajé y el grito cascado del anciano quedó encerrado detrás de las puertas del tren. Ya sentada en el la Línea 2, percibía a los ambulantes pasar con su mercancía de pomadas y aparatos, sus cantos emblemáticos e inconfundibles. En ese momento apareció un hombre vestido con huaraches y camisa de manta, quieto y sigiloso al principio. Mientras nos saludó a todos en Español lo que siguió fue ni español ni idioma indígena. Fue un balbuceo coreado rápidamente mientras nos presentaba su vaso vacío.
Su objetivo era ser escuchado y su preocupación no fue tanto ser comprensible. Su esperanza, como la de miles que igual no manejan la lengua franca de cualquier sociedad – el idioma, el dinero, el privilegio, los recursos – era comunicarse lo suficiente para hacer que todos nosotros entendiéramos que necesitaba dinero. Que allí estaba parado frente a toda nuestra contundente apatía.
Lo que sucede es que tras bajarme de ese vagón y seguir mi camino para pararme frente a ese cartel de cine, me pregunté, ¿acaso ellos no están vivos? Mi madre, quien difícilmente maneja el inglés después de más de treinta años en Estados Unidos, acaso existe para aquellos que piensan que el inglés significa éxito, inteligencia, y presencia. O mi abuelo, campesino, con duras penas alfabeto.
O los innumerables, miles, millones de personas que luchan para comunicarse, para convencer a los demás de su sufrimiento, de su opresión, de su humanidad.
Desde el pueblo más lejano al indígena que pasamos, ignoramos, y evitamos todos los días. Acaso qué significa nuestra sordidez en torno al sufrimiento y vida que nos engloba, que cada día encuentra nuevas maneras de expresarse y hacerse presente durante nuestras travesías. ¿Será que muertos estamos los y las que no podemos escuchar?
Photo Credits: Maurizio Costanzo