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Muertes oscuras (Parte II)

Como dijimos en la primera parte de este artículo hay muchos ejemplos de muertes oscuras no solamente entre gobernantes, políticos, legisladores y guerreros, sino también entre los grandes de las artes y la cultura. Con uno basta, el de un genio de la composición musical.

Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, complicado nombre que se resume en el mundialmente conocido Amadeus Mozart, nació en la musical ciudad de Salzburgo, Austria, en el año 1756. Niño prodigio y genio indiscutido de la composición, dejó, en una vida bastante desordenada y cortísima, alrededor de 600 obras musicales, casi todas obras Maestras. El compositor clásico Joseph Haydn dijo de él: «La posteridad no verá tal talento otra vez en cien años». Y probablemente se equivocó porque 250 años después se sigue citando a Mozart entre los más grandes. Y no son muchos.

Un talento enorme, de acuerdo, pero también un poco alocado y en ocasiones arrogante. Mozart era capaz de generar, no tenía forma de evitarlo, una envidia enorme. Murió a los 35 años y en la cima de sus facultades creadoras. Podemos imaginar lo que hubiera hecho este hombre de haber contado con veinte años más, por decir una cifra cualquiera, pero… ¿de qué murió en realidad Mozart? Pues la verdad es que no lo sabemos.

Veamos lo que cuenta en su libro Niemetscheck, el primer biógrafo de Mozart, un contemporáneo que obtuvo muchos datos y documentos de Constanze, la mujer y madre de los hijos del compositor: «En su vuelta a Viena se incrementó visiblemente su indisposición y lo hizo estar terriblemente deprimido. Su esposa estaba realmente apenada por ello. Un día iba paseando por el Prater con él, para darle una pequeña distracción y entretenimiento y, estando sentados, Mozart comenzó a hablar de la muerte y afirmó que estaba escribiendo un Réquiem para sí mismo. Las lágrimas comenzaron a caer por los ojos del sensible hombre.

—Siento definitivamente —continuó, que no estaré mucho más tiempo; estoy seguro de que he sido envenenado. No puedo librarme de esta idea.

Lo cierto es que Mozart empeoró. La inflamación de manos y pies que ya tenía se extendió a todo el cuerpo al extremo de que ya no podía virarse por sí mismo en la cama, acto seguido aparecieron nauseas y vómitos que se hicieron incoercibles, diarreas, dolores musculares y articulares agudos acompañados de crisis febriles que necesitaban compresas de vinagre frío para evitar que el paciente delirara. Mozart se moría, pero estuvo consciente, y tratando de terminar la composición de su Réquiem (cuando trabajaba en algo, era así de obsesivo) hasta unos pocos días antes del fallecimiento.

El certificado de defunción, expedido por el doctor Nicolaus Closset, médico del Teatro de la Ópera, y por cierto, con bastante mala fama profesional, señala «una fiebre miliar» (una especie de erupción en la piel, algo frecuentísimo entonces) como causa de muerte. Pero lo cierto es que no se le hizo autopsia «por el gran mal olor y las abundantes secreciones internas del cadáver».

Dejando de lado el envenenamiento criminal, o sea, el mito (o no tanto) de Salieri y otros envidiosos, capaces de matar a Mozart, se han barajado muchas causas posibles para explicar una muerte tan temprana: La fiebre reumática (que parece haberla padecido desde niño) con daño valvular cardiaco. Una triquinosis producida por la carne de cerdo casi cruda que consumía el compositor abundantemente y con frecuencia. La infección estreptocócica de la garganta complicada con una insuficiencia renal aguda. Una hipertensión arterial juvenil maligna, también complicada con una insuficiencia renal aguda, una insuficiencia cardiaca aguda (edemas) y una hemorragia intracerebral como cuadro final y, por último, el envenenamiento involuntario con antimonio, perfectamente posible debido a que muchas medicinas de la época, expectorantes, purgantes, eméticos, contenían este tóxico, y Mozart, que era un hipocondríaco compulsivo se tomaba casi todo lo que le recomendaban. Un dato curioso: el antimonio no fue oficialmente declarado en Europa como veneno humano hasta 1866.

Otra muerte, la de Mozart, muy poco clara, pero dejemos en paz, no nos queda de otra, al pobre Mozart y saltemos al siglo XX, un siglo oscuro donde los hay. Hablemos un poco del final de tres hombres, figuras cimeras los tres, de sistemas políticos totalitarios que han costado millones de vidas y sufrimientos inenarrables no solo a sus conciudadanos sino a una buena parte de la humanidad.

Vladimir Ilich Uliánov (1870-1924), conocido mundialmente por su alias o nombre de guerra de Lenin, fue un político y revolucionario comunista ruso que logró, aprovechando el caos de la Primera Guerra Mundial, apropiarse para su partido y para él mismo, del derrocamiento del zarismo en Rusia e implantar allí una dictadura bolchevique.

Pasó Lenin, de la vida errante y a menudo llena de dificultades, prisiones, deportaciones, exilios, disputas partidarias y estrecheces económicas del revolucionario profesional a convertirse, con la demostrada ayuda del gobierno alemán, en el dueño de un país enorme y muy atrasado en el que comenzó a endiosársele en muy poco tiempo. Razón por la que sus padecimientos físicos y enfermedades dejaron de ser temas médicos y personales para convertirse en asuntos de estado, cubiertos por el más riguroso secreto. ¿No le suena eso como algo bastante común, querido lector?

Desbrozar las causas de la temprana y bastante peculiar muerte de Vladimir Lenin, una muerte difícil de explicar por el estrés y el exceso de trabajo dedicado al «pueblo» y al «partido», como dijeron sus apologistas y los que le sucedieron en el poder, no es tarea sencilla para los historiadores y los paleopatógrafos.

Cuatro son los temas por dirimir (son los más invocados) como causas etiológicas en el fallecimiento de este hombre de 53 años:

– Murió a causa de una sífilis terciaria, algo muy común en aquella época, pero un diagnóstico muy difícil de digerir para sus hagiógrafos (hay pruebas que tenía tratamiento médico para esa enfermedad desde 1896).

– Murió envenenado por arsénico y yoduro de potasio utilizado en exceso por sus médicos para tratar la sífilis que supuestamente padecía.

– Fue asesinado por Stalin, utilizando como sicario para el envenenamiento a Genrij Yagoda (que poco después sería ejecutado por el propio Stalin) o a algún otro, para eliminar al hombre que comenzaba a cuestionar su manejo, muy poco ortodoxo, del buró político y el comité central del Partido Comunista de la Unión Soviética, o. como señalaron solo ocho de los 27 médicos (los 19 restantes pagarían con su vida el atrevimiento) que firmaron su certificado de defunción,

– Murió a causa de una precoz aterosclerosis producida por su exceso de trabajo y su dedicación a pensar y escribir sobre la causa comunista y el futuro de la revolución.

Nunca lo sabremos con certeza, o en este caso particular quizás sí, algún día, pero la historia de su «muerte heroica» debida al exceso de «trabajo mental» dedicado a la clase obrera y al partido comunista, esa oscura muerte, se irá desvaneciendo con el tiempo y la fría y atemporal realidad.

Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, internacionalmente conocido por su nombre de guerra de Iósif Stalin (1878-1953), un individuo gris y manipulador, fue el sustituto de Lenin al frente de la Unión Soviética.

Stalin liquidó moral y físicamente a todos los hombres que llevaron adelante la Revolución de Octubre (Trotski, Kámenev, Zinoviev. Bujarin, Radek, Smirnov, Tomsky, Rakovski, Piatakov, Sokólnikov, Krestinski, el húngaro Béla Kun y muchos otros). Y también destruyó a dos tercios de la oficialidad, los más capacitados, del Ejército Rojo, incluyendo a la plana mayor de las fuerzas armadas rusas: Entre ellos el Mariscal Tujachevski, los generales Yakir, Uborevich, Kork, Eldeman, Prymakov, Putna, Feldman, Gamarnik, el mariscal Blykher, que había sido un par de meses antes el fiscal de Tujachevski (justicia poética) y centenares de otros altos oficiales, una de las causas probables de la debacle del Ejército Rojo al principio de la Segunda Guerra Mundial.

Vencedor al fin, junto con la Inglaterra de Churchill y los Estados Unidos de Roosevelt y Truman, en la Segunda Guerra Mundial, la salud de Stalin, hasta ese momento incólume, comienza a deteriorarse a partir del año 1950. El proceso final de la decadencia de Stalin coincide con el denominado «Complot de los Médicos», en el que nueve doctores, de los que ocho eran judíos, fueron torturados (dos murieron en los interrogatorios llevados a cabo en la Lubianka) y juzgados bajo la acusación de tratar inadecuadamente, con el propósito de incapacitarlos o matarlos, a los miembros del buró político del partido comunista de la Unión Soviética.

Visto así pudiera dar la impresión de que ese supuesto complot tuvo algo que ver con el deterioro del dictador, pero la realidad, y hay documentos y declaraciones posteriores de testigos para confirmarlo, es que Stalin, con evidentes trastornos en su reconocida agudeza mental y en su capacidad cognitiva, entra en un período de paranoia aguda que pone en peligro, una vez más, a todo su entorno y a sectores enteros de la población soviética.

De hecho, el arresto de los galenos es decretado por Stalin cuando el profesor V.N. Vinogradov, su médico personal, le anuncia que la hipertensión arterial que padece desde hace años está fuera de control y que debe hacer dieta, eliminar el vodka, el coñac y el vino georgiano y tomar un descanso de las tareas de gobierno. Otra versión achaca el acontecimiento a la denuncia de una doctora que le escribe en persona a Stalin y otra más que es el propio Stalin el que dice que una doctora fue la que le contó de la supuesta traición y no sus servicios de inteligencia.

O una suma de todas, que es lo más probable.

Alrededor de las cuatro de la mañana del primero de marzo de 1953, Stalin, que le ha estado exigiendo esa noche a Beria, el jefe de la NKVD, una confesión detallada de la traición de los médicos tiene una disputa con este y con otros miembros del Politburó, o, según algunos historiadores, no pasó nada de esto y se limitaron a ver una película y a comer y a beber abundantemente hasta altas horas de la madrugada.

Aquí comienza un período de cinco días, terminará el 5 de marzo a las diez y diez de la noche, en que no se sabe exactamente que pasó en aquella dacha con este hombre. Lo cierto es que, al día siguiente, el 6 de marzo, se anuncia al público su muerte, accidente cerebrovascular dice el certificado de defunción, y entre enormes manifestaciones populares de luto y la rendición de honores políticos y militares comienza el fin de una era.

Ocho años antes había muerto en su bunker Adolfo Hitler (1889-1945). Contar una vez más su historia nos parece redundante. Lo cierto es (o parece ser) que el 30 de abril de 1945 Hitler, y la que es su esposa desde hace unas horas, Eva Braum, se suicidan en los sótanos de la Cancillería del Reich.

Todo parece muy claro, pero… el problema estriba en que los rusos se adueñan del cadáver de ambos y nunca los cuerpos vuelven a aparecer. Una fotografía del cuerpo achicharrado de Hitler, entregada por los rusos, puede ser verídica, o no. Nada prueba su veracidad. Otra fotografía del cadáver, con su típico bigote y el rostro chupado, antes de ser incinerado, se ha demostrada falsa.

Entonces…, pues entonces debemos aceptar que Adolfo Hitler se suicidó de un disparo en la sien, utilizando una pistola Walther PPK de 7,65 mms. y su mujer, Eva, lo hizo con cianuro. Y el cadáver, secuestrado por los servicios especiales rusos (SMERSH), desapareció. Hoy sabemos que Stalin sembró, a propósito, dudas sobre el destino del cuerpo de Hitler para manipular la información al principio de la Guerra Fría, alegando que los occidentales le habían permitido escapar en un submarino.

Pero seguimos sin tener evidencias de la existencia, o no, de ese cuerpo. Algunos documentos desclasificados en los años 90 afirman que los cuerpos de Hitler y Eva Braum fueron, por órdenes de Yuri Andropov, nuevamente quemados y luego triturados por la KGB, y entonces arrojados, en 1970, al río Biederitz, un afluente del Elba.

Así de simple o así de oscuro. Usted dirá.

Mencionábamos más arriba el crecimiento y desarrollo de la información mediática, pero como entender entonces, mirando a través de ese prisma, la (ausencia de) explicación del asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy (1917-1963) al mediodía del 22 de noviembre de 1963. Ningún magnicidio ha producido más investigaciones, artículos, libros, películas y comentarios de opinión que este.

Si hay una muerte oscura es la de este hombre. Y estamos hablando, por supuesto, de la segunda parte del siglo XX.

Las extrañas muertes del actor y especialista en artes marciales hongkonés Lee Jun-fan (Bruce Lee)(1940-1973), de la actriz norteamericana Norma Jeane Mortenson, mundialmente conocida por su nombre artístico de Marilyn Monroe (1926-1962), del primer ministro sueco Olof Palme (1927-1986), de la Princesa de Gales Diana Spencer (Lady Di, 1961-1997) y mucho más recientemente la del fiscal argentino Natalio Alberto Nisman (1963-2015), aunque mucho menos mediáticas a nivel global que la de Kennedy, la más escandalosa de todas, por mucho, entran de lleno en la categoría de muertes oscuras.

Cerremos este breve recorrido con el fallecimiento del militar, político y gobernante venezolano Hugo Rafael Chávez Frías (1954-2013).

Después de suspender una gira diplomática por Brasil, Ecuador y Cuba debido a una inflamación en la articulación de la rodilla (9 de mayo del 2011), pasando por la incisión de un absceso pélvico (10 de junio del 2011), la resección de un tumor con «células cancerosas» (30 de junio del 2011), una nueva y no explicada intervención el 26 de febrero del 2012, el anuncio, por él mismo, de un posible sucesor el 8 de diciembre del 2012, la realización de una cuarta intervención quirúrgica el 13 de enero del 2013; el regreso a Venezuela, uno más, el 18 de febrero del 2013 y el informe oficial de su muerte el 5 de marzo del propio año, los 21 meses de evolución médica del líder venezolano dejan muchas más dudas y suspicacias que aclaraciones.

Chávez parece haber padecido de un leiomiosarcoma del suelo pélvico, un tumor maligno muscular raro y de pronóstico muy reservado. Pero eso no es más que una conjetura que se desprende de las pocas informaciones dadas en Caracas y en La Habana, lugar del tratamiento básico, escogido por él mismo, del presidente.

Incluso la fecha real de su muerte y el lugar de esta, su cadáver no fue mostrado al público, se encuentran cubiertas, aún hoy, por una nebulosa.

Otra de esas muertes oscuras que parecen incrementarse con el paso de los años.

Una más. Pero no la última.


Fragmento del libro Muertes oscuras.

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