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exilio venezuela
Photo by: MoreFunkThanYou ©

Muebles del exilio

No recuerdo el momento en el que pensé por primera vez en emigrar, pero sí recuerdo el momento en el que lo decidí. Tenía 20 años cuando comencé a intuir que quizás, la vida que quería llevar, no era posible en Venezuela. A pesar de ello, hasta hace poco, la palabra exilio se me hacía como un concepto ajeno a mí.

En mi cabeza, los exiliados eran solo personas que se habían ido de sus países porque eran perseguidos de alguna manera. A mí, que nunca me sentí perseguida en Venezuela, sino más bien hasta cierto punto como privilegiada, no me cabía en la cabeza que también podía estar viviendo un exilio indefinido.

Exilio era una palabra exiliada de mi vocabulario hasta encontrarme estos versos en Ligero de equipaje, un poema de Hilde Domin:

Una rosa es una rosa,
Pero un hogar
no es un hogar.

Ahí, en esas 12 palabras repartidas en tres líneas, encontré definido lo que siempre había querido negar: He sido una exiliada mucho antes de ese primer pensamiento que tuve a mis 20 años, donde mi intuición me dijo que debía irme de mi país para vivir la vida imaginaba, incluso antes que ese primer momento que no recuerdo, antes que este o aquel sistema político decidiera el destino de mi país de origen.

 


S. siempre ha intentado convencerme que no se puede dormir en un sofá pequeño. Siempre me he reído de él cuando me lo dice. Pareciese que nunca ha vivido las siestas colectivas que toma mi familia cuando estamos juntos, donde muchos de nosotros buscamos un buen sofá para dormir un rato.

Esa es una de las pocas cosas en las que admito en las que me siento que soy parte del clan, que sí me parezco, que compartimos genes.

La mayor parte del tiempo, mi sensación es otra. Siempre me ha costado reconocerme en sus mensajes de buenos días que invocan a Dios, en las conversaciones donde se preguntan por los conocidos del otro, o en la idea de que somos la mejor familia del Universo… Ese ha sido un exilio que he vivido desde siempre.

Si mis circunstancias hubiesen sido otras, o yo hubiese tomado otras decisiones más temprano en mi vida, quizás podría saber si me habría sentido menos exiliada con la familia de mi papá. La última vez que lo vi tenía 7 años. La última vez que hablamos fue en mi decimocuarto cumpleaños. Murió cuando ya yo era oficialmente inmigrante.

Oficialmente, tengo familia tanto materna como paterna, pero al mismo tiempo, he sido mi propia isla habitada por mi yo-exiliado salvo algunos instantes de una volátil conexión con algo o alguien de mi familia donde he puesto en duda sobre la autenticidad de mi condición de foránea entre ellos, como cuando duermo cómodamente en un sofá de dos puestos.


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