Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Morir como el arte del enfrentamiento

La palabra precisa para describir el cautivante poemario de Mariela Dreyfus Morir es un arte es enfrentamiento. Este libro plantea que para tener la posibilidad de renacer, convertido en alguien nuevo, se necesita enfrentarse al recuerdo de antiguos fantasmas que resisten su desaparición y pretenden encarnarse en quienes pretenden olvidarlos; apariciones fragmentarias que amenazan invadir el cuerpo vivo a riesgo de reducirlo a recipiente de su recuerdo. Por ello, uno debe enfrentarse a las versiones previas de uno mismo, todos esos yo producidos por la mirada ajena y por el contacto con otros cuerpos, de tal manera que el sujeto asume diferentes formas, ninguna de las cuales realmente le pertenece. Deslumbrado por la sucesión de imágenes, el lector entra en un laberinto de espejos donde los reflejos verdaderos se confunden con los falsos.

Morir es deconstruirse y recomponerse; es el arte de comenzar desde lo nuevo: ¿cómo deshacerse del cuerpo inerte de la madre si eliminar esos despojos significa también destruirse uno mismo? ¿Cómo desligarse de un vientre que reclama su reconocimiento como lugar originario del ser? ¿Cómo enterrar ese cadáver que para el médico forense no es más que carne, pero que para el sujeto implica una carne fusionada con la suya? Dreyfus sitúa a la madre muerta como centro desde el cual emerge el sujeto, creando así un vínculo de dependencia. La putrefacción del cadáver de la madre lleva a la descomposición del cuerpo de la voz poética, al intento de comprobar si los trozos de carne, fluidos, huesos y órganos realmente le pertenecen. Cada poema funciona como un bisturí que disecciona el cuerpo de la madre, mientras que en realidad está rompiendo la fragilidad de un yo que busca emerger desde lo no contaminado. El poema “Marina” –con el que se inicia el libro- plantea la búsqueda de un renacimiento, lo que estará presente a lo largo de todo el poemario. En este caso, el mar se convierte en el vientre descorporalizado desde el cual parece posible emerger: 

ésta es la danza con el mar 

la eterna danza la macabra 

espejo del atardecer 

líquenes enredados a mi cuerpo 

como un cordón umbilical 

el mar me abre su vientre

me cobija sus olas son el amarillo

maternal esa caricia lejana

ya olvidada entre las olas

soy la niña del mar su criatura (5).

La deshumanización del vientre puede ayudar al sujeto a intentar reconstruirse no desde el vientre de la madre sino desde el agua en movimiento, un mar sin filiación que es incapaz de definir la identidad del otro: identidad deslizable y escurridiza, que se escapa y se refugia en un lugar al que es difícil acceder. El sujeto abandonado no tiene territorio ni lengua fija, es abolido y se enfrenta a los distintos significados que se deslizan desde su cuerpo. Es un yo que se desplaza por la memoria para eliminar a esas otras identidades que no parecen representarlo porque han sido concebidas desde la fusión con otros cuerpos. El arte de morir, al que hace referencia el título, implica también un arte de matar, una lucha constante entre la carne y los fluidos ajenos que se han adherido a la forma originaria y la han transformado en un producto con el que uno ya no puede convivir. De este proceso resulta una profunda insatisfacción que construye el tono que atraviesa todos los poemas del libro. Como el enfrentamiento se produce de manera solitaria, el sujeto poético termina dividido entre dos deseos opuestos: conservar las imágenes que ha creído verdaderas y la vergüenza ante su falta de determinación para eliminarlas. La penetración de la carne y la resistencia de la piel, la aceptación y el rechazo de lo que compone el propio ser, la mezcla de afectos que causan placer y dolor al mismo tiempo, producen una rabia que penetra y desborda el propio cuerpo del sujeto poético, pero también el del lector. 

Quienes nos acercamos a la intensidad de los versos de Morir es un arte, asistimos al enfrentamiento entre un yo que se desnuda ante sus enemigos, que lo constituyen, adheridos a la superficie de la piel, piel muerta que debe ser raspada con violencia para conseguir su eliminación y ser de esa manera salvado de una construcción perturbadora, que causa a la vez furor y nostalgia. Mientras vamos avanzando por las páginas de este poemario, el enfrentamiento entre el yo y sus enemigos se hace más evidente. El sujeto quiere matarlos, pero a pesar de que su lucha parece destinada al fracaso no se reconoce vencido: «es el último trazo de mi cuerpo / tu victoria que no atestiguaré» (13). La muerte de la madre abre la posibilidad de un nuevo comienzo, ya que a través de ella se produce el corte definitivo con el cordón umbilical, lo que le permite al yo deshacerse de viejas ataduras que de pronto parecen frágiles, destruibles y superables. El cuerpo es una materia que necesita ser tocada para que se le pueda comprender y dominar. Su fragmentación permite descartar lo podrido, cuestionar lo que queda como propio y conservar lo que parece menos contaminado para el momento de renacer. El arte de morir requiere la capacidad de ejecutar correctamente la discriminación entre lo que debe permanecer y lo que debe ser descartado, de tal manera que del proceso resulte una recomposición del yo original. 

En  la última parte del poemario asistimos al enfrentamiento final con el cuerpo inerte de la madre, que implica también un enfrentamiento con lo que uno realmente es o creer ser. Verso tras verso, el lector va ingresando a un espacio íntimo en el cual presencia cómo un escalpelo realiza un tajo redentor que busca eliminar una sangre que no es sino herencia que lo compone, pero que debe descartarse para encontrarse a sí mismo. En este punto, no es solo el vientre materno lo que debe ser aniquilado, sino que debe ocurrir lo mismo también con todo fluido que conserve alguna huella de las antiguas narraciones que contaminaron su cuerpo desde muchos años atrás. El cuerpo de la madre muerta comienza a descomponerse materialmente, pierde su calidad de componente originario y deja libre al cuerpo nuevo que pretende emerger. Sin embargo, los muertos vuelven a aparecer y reinician su antigua batalla con un cuerpo renacido que resiste los asaltos. 

Todo lo que queda de ese cuerpo antiguo es una imagen congelada, un recuerdo difuminado que permanece como testigo del enfrentamiento; un testigo compuesto por capas y capas de cuerpos que alguna vez fueron parte del cuerpo nuevo y que ahora se materializan en la fotografía de la madre, quien se convierte en un eterno reclamo por la indeseada vuelta a las raíces. El yo nuevo sabe que el enfrentamiento no ha terminado: todavía queda la melancolía de esa foto que representa una ausencia difícil de superar. La madre ha muerto y con ella desaparece también el sujeto poético. La fotografía se convierte en el adiós definitivo de ambos cuerpos, que pueden al fin desligarse porque el proceso de la muerte ha concluido. 

Mariela Dreyfus ha escrito un deslumbrante poemario que enfrenta al lector con su propia existencia y con su propia imagen reflejada en cada página como si fuera un espejo que cuestiona la autenticidad de lo que cree ser. Las palabras en Morir es un arte se convierten en una lengua nueva que permite recomponer la narración que uno hace de sí mismo en un momento en el que ha perdido contacto con todo lo que antes le era conocido. Después de leer este poemario, el lector no podrá dejar de cuestionarse si aquellos reflejos que son externos, pero que al mismo tiempo lo constituyen, merecen seguir existiendo.

Mayo de 2014

Hey you,
¿nos brindas un café?