Un invento de 1860 está impactando, como nunca antes en la historia, en los quehaceres de la atmósfera que alberga a la humanidad. Desde hace 159 años, es el responsable de impactantes transmutaciones en la escenografía que asombra a los espectadores, así como en el backstage de un mundo oculto cada vez más visible y enfermo. Este sujeto se alimenta de manera tan voraz e impiadosa, que en menos de dos siglos ha logrado tamaños similares al de países como México. Con sus ocho millones de toneladas de peso y aversión al enfriamiento global, se desplaza por las superficies y las honduras de todas las corrientes marinas, arrasando inertemente sin segregación y sin juicio. Y en su agraviante recorrido por las olas, si la suerte nos acompañara, de ahogarse profundamente podría sobrevivir 450 años, aunque algunos afirman que es casi inmortal.
Este monstruo, mucho más letal que los de la ciencia ficción, nocivo invasor, creado por el ser humano y bautizado con el nombre de plástico; no deja de ganar presencia devastadora en nuestro dolido planeta. A la fecha viene afectando a casi 700 especies que se atascan entre sus redes, que se intoxican al ingerirlo, que mueren por el simple contacto con él. Seres vivos como nosotros, con ADN y genética, que seguirán desapareciendo, y con ello nuestra conexión natural, si seguimos negando la activación de eso que no poseen: nuestro don del pensamiento. Apliquemos el regalo caído del cielo a nuestras cabezas, y empecemos a razonar para que el porcentaje de granulado de micro plásticos en la arena de las playas de Hawái, sea 0%, y no quince como hasta ahora. Usemos la materia gris en la ciudad azul llamada océano, para que en el año 2050 el número de desechos plásticos no sea mayor al de peces que habitan en el mar, al de la flora y la fauna que sacia nuestros estómagos.