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Azucena Mecalco
Azucena Mecalco - ViceVersa Magazine

Mishima: a life in four chapters

Había una vez, en un país muy lejano un hombre sumamente idealista que luchó, a través del arte, por consolidar sus ideas incluso a costa de su propia vida, la cual estuvo plagada de choques, entre la pasión y la desesperación, lo ideal y lo real, la locura y la razón. Su nombre pasó a la historia, sus libros se vendieron por millones y sin embargo, nunca alcanzó a tocar realmente a la sociedad que adoraba y despreciaba por igual, que lo inconformaba y sorprendía y que, al final, destrozó cada una de sus teorías y puso al descubierto la insignificancia de la belleza y la conciencia, conduciéndolo al punto máximo de la impotencia, y así, tal como él mismo describía en sus libros cuando murió «todo desapareció».

Yukio Mishima es un referente de belleza, genialidad, estética, pasión y locura; después de todo, ¿cómo podría alguien pasional no estar loco? Y aunque Mishima fue un personaje sumamente controversial, de esos que se vuelven material de libros y películas por montones, la información fílmica que rodea su extravagante estilo de vida y pensamiento es realmente escasa, y las obras existentes no logran captar ni la millonésima parte de su esencia real.

En el año de 1985, quince años después de la muerte del escritor, el director estadounidense Paul Schrader, con el apoyo de Francis Ford Coppola y George Lucas, llevó a la pantalla un filme sobre la vida del novelista más importante de la literatura japonesa de la postguerra: Mishima: a life in four chapters.

Narrada a manera de obra literaria, la cinta establece tres aspectos diferentes de la vida de Mishima: su infancia y juventud, elaboradas básicamente con tomas en blanco y negro; parte de su obra, montada con escenarios teatrales de colores vivos que contrastan sobremanera con las tomas oscuras; y el último día de su vida, diseñado como hilo conductor del filme y con un aspecto puramente cinematográfico, sin adornos ni contrastes. Todo ello guiado por la hermosa música de Philip Glass, quien se encargó de componer un soundtrack exquisito, con matices agresivos y choques sumamente lentos para armonizar con cada una de las escenas.

Sin embargo, como ocurre en muchas biopics, los hechos son inexactos y toman como punto de partida hipótesis sobre el comportamiento del escritor durante sus últimas horas; y Confesiones de una máscara (1948), libro semi autobiográfico de Mishima, para narrar su infancia y juventud. Pese a ello, la película logra, hasta cierto punto, establecer una conexión con el espectador, convirtiéndose de forma quizá involuntaria en una invitación a conocer la obra literaria del genio.

Por otra parte, Ken Ogata, quien realmente no se parece a Mishima, alcanza un nivel de credibilidad prodigioso, plasmando en sus gestos la desesperación e impotencia que arrastrarían al escritor al suicidio por seppuku frente a un grupo de personas de las fuerzas de autodefensa japonesa. Si bien cada uno de los diálogos de la película en los que Mishima se vuelve el narrador fueron tomados de sus propios escritos, y muestran de manera perfecta las ideas que vagaban por su cabeza a lo largo de los momentos cruciales de su vida, al mismo tiempo dibujan la sensibilidad de su carácter y la oposición de sus propias ideas con referencia a su comportamiento, resulta necesario acceder a sus escritos para tratar de comprender toda la escenificación que se plantea en el filme.

Kimitake Hiraoka, nombre real del escritor, es uno de los más importantes literatos de la historia, sus obras, cargadas de una belleza estética insuperable, son todavía un referente de estilo, idealismo y exacerbada pasión; asimismo dentro de sus textos se conserva y retrata el estilo de vida de toda una época. Sus trabajos son tan impresionantes y bellos que sin importar que esté criticando a la sociedad o hablando de estiércol su lenguaje resulta hermoso.

Su obra es sumamente extensa, a lo largo de su carrera escribió cuentos, ensayos, novelas, relatos y guiones; pero todos ellos se caracterizaron por contener su agravado nacionalismo, la exaltación hacia la virtud del samurái y el Código Bushido, la añoranza del Japón feudal; pero sobre todo por establecer severas críticas en contra de la decadencia que hacia presa del Japón de la postguerra, el capitalismo y la individualidad como males que aquejaban a la sociedad.

Todas sus obras dejan ver sin reservas fragmentos de su vida y la evolución de su pensamiento. En Confesiones de una máscara su egocentrismo lo lleva a confesar que la imagen de El suplicio de San Sebastián «fue creada y esperaba sólo para que yo pudiera verla», también relata cómo logró escapar del servicio militar en plena guerra pese a que «anhelaba morir en el campo de batalla». Más tarde escribiría El color prohibido, novela en la que describe la doble vida de un joven homosexual y la depravada relación mental que establece con su mentor, es aquí en donde surge una de las frases más bellas y realistas de la literatura: «quien ama un ideal espera a su vez que el ideal lo ame». Finalmente, antes de morir terminaría su tetralogía El mar de la fertilidad, obra en la que esculpió sus más grandes anhelos y miedos, al tiempo que arrojaba, como él lo dice, «una saeta como último signo de rechazo a la humanidad», pues de acuerdo con el propio Mishima «la heces de la vida en la tierra se habían precipitado contra la inmensidad».

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