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willy wong
Photo by: Bekah Cope ©

Mis Primaveras

Desde el retoño de mi consciencia, la primavera es, y seguirá siendo, mi estación favorita. Cuando se va extinguiendo, la despido con suma tristeza. Cuando se va acercando, me preparo para recibirla con tierna presteza. El amor que expelo por ella se debe a la calidez de su vigencia, a su nobleza por haber sido mi obstetra en las primeras semanas de su aurora, y a las rosas sensaciones que ha regalado a mi aún corta existencia. Nací en el segundo semestre del año, en el hemisferio sur de nuestro globo, en donde por esas fechas se esconde el odioso frío y las flores exhiben sus mejores bríos. Dentro de un quirófano asfixiante vi la luz a mediodía, justo cuando aparecen los toques cálidos en este lado del continente al que le atribuyen ser espía. Como dulce cervatillo, me alcé en la quimera de la estación campestre. De acuerdo con mamá, fui parida entre bochornos, ráfagas de polen e intensos olores silvestres.

Mientras ella pujaba para liberarme de su vientre, además del calor que la envolvía y de la sangre que perdía, una inoportuna abeja le zumbó en los oídos hasta que irrumpió mi llanto de alegría. Pese a estas contrariedades, las cuales quizás también debo haber sentido en mis segundos de recién nacida, el cuarto trimestre es, y será, mi etapa predilecta de por vida. Y es que los romances más cautivadores me llegaron en la paradoja de su efervescencia. El sufrimiento de mi madre en el parto, sellado seguramente en mi subconsciente calmo, se contrapone al otro tipo de pasión que he saboreado con tres amantes en distintos andares. Con uno suspiré en la inocencia del idilio primerizo y del remanente amical. Con el segundo, el ardor de lo prohibido, de lo que brinda placer al secretear. Y con el tercero, la dureza y el beneplácito de la convivencia; de esa condición que turba y encanta desde los latidos hasta la conciencia.


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