Debido a la pandemia mundial del COVID-19, las autoridades competentes han decretado la obligatoriedad del uso de mascarillas en lugares públicos.
Hay muchas clases de mascarillas. Las quirúrgicas, por ejemplo, que evitan que nuestros fluidos se transmitan a terceras personas. O las filtrantes, como la FFP2, que nos protegen frente a la inhalación de contaminantes externos. Las hay también con válvula exhalatoria. Cada una tiene sus características y su función. Pero todas tienen un denominador común: Nos subrayan la mirada.
Hay miradas de pánico, otras sólo asustadas, también indiferentes, y no faltan las distraídas, las amargadas, las malignas, las esperanzadas, las felices, las enamoradas, las que te imploran una ayuda, las que te penetran la pupila para descubrirte tus secretos y las que se te clavan en el corazón para pedirte que las comprendas.
Hay miradas de cejas pobladas y cejijuntas, y las perfectamente dibujadas, las peinadas y las rebeldes, las rectas, las arqueadas, y las que hacen una suave y larga ondulación que acaba en un filo como el declinar de un suspiro.
También hay miradas de pestañas largas, densas, sedosas y perfectamente alineadas. Y las finas que apenas se transparentan.
Y las de los ojos glaucos como el mar, y las de los azules como el cielo, y las de los negros profundos como una noche misteriosa.
Yo no veo las miradas. Me las imagino. Es lo único que puede hacer un ciego.
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