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miles davis
Photo by: Marcos Lomba ©

Miles Davis

Miles Davis se sienta en un sillón alto, de cuero negro. Se pasa la mano por la quijada y se sube el cierre de la campera. Se levanta del sillón y abre la ventana, suavemente, y contempla el cielo resplandeciente. Se queda parado. Luego regresa.

Miles Davis vive en el edificio remodelado de una iglesia ortodoxa rusa. Los cables revolean en el aire y los escapes zumban junto con el claxon de la urbe.

Miles estira el brazo y roza, apenas, la trompeta. En la habitación oscura el haz de luz intermitente que entra por la ventana enciende el bronce tenue. Miles la mira y se rasca la nariz.

Levanta la trompeta. La acaricia como si fuera una mujer negra. Empieza a tocar.

Dos horas antes, le han avisado que su padre ha muerto a miles de kilómetros. Ya no tendrá la mirada perdida y la voz severa de su padre, ese hombre que le ha ayudado a ser alguien. Sólo tiene la compañía enorme e insignificante de la trompeta.

Está solo. Y lo estará por el resto de su vida. La trompeta es algo. Casi nada.

En un momento, arroja la trompeta por la ventana. Suelta un quejido, un estertor parecido al llanto.


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