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Mil Cuadros

MEDELLÍN: David quería que lo ayudara a realizar un trabajo, pero yo por esos días no me encontraba muy bien de ánimo, estaba saltando de una resaca a otra y la mayor parte del tiempo prefería quedarme en mi cama escuchando a Dexter Gordon. A veces dejaba hablar al conductor del programa de literatura de la Universidad de Antioquia, no siempre me gustaba porque me aburría tanto que ni siquiera me dejaba dormir. Me aburría cerrar los ojos, me producía un insoportable sabor en la boca, me levantaba de la cama, encendía el televisor que terminaba por aburrirme mucho más. David siempre llamaba cuando me encontraba más irritado y le colgaba el teléfono sin que terminara de hablarme. Él no tenía la culpa de que yo fuera un cabrón, yo tampoco.

Un día alrededor de las once de la mañana, timbraron a la puerta de mi casa. Yo me encontraba lavando la cocina con platos sucios de tres días hacia atrás. Cuando abrí la puerta vi la enorme camioneta roja de David que rebosaba de marcos para cuadros y latas de pinturas. Casi le cerrè la puerta cuando abrió la boca y dijo algo que me sonaba más a un empleo de tiempo completo que a una ayuda, y yo no quería ayudar ni trabajar, llevaba una temporada de tres meses sin hacer absolutamente nada y gastando mi dinero a bocanadas de humo y botellas de cristal. Me clavaba a estar solo, no hacía otra cosa más que estar conmigo mismos y también no estarlo. De ninguna forma miraba la ciudad porque para comprar lo que necesitaba Tomás caminaba dos cuadras desde su casa y me lo entregaba todo en una bolsa, así que también gastaba el dinero en domicilios, lo que no es una buena forma de ahorrar en Medellín, ni en ninguna ciudad, pero yo no estaba para ahorrar. Tomás no tenía más de 16 años, y su mamá me odiaba, decía que desde que vivía solo me volví insoportable, pero no creo que fuera eso, ya era insoportable cuando vivía acompañado, y mamá Tomas solo aguantaba que enviara a su hijo a hacer mandados por las propinas que le dejaba, era una vieja interesada y ambiciosa, la insoportable era ella.

Pero la propuesta de David me jaló las orejas por un segundo y volví a pensar en cerrarle la puerta. Yo no quería verlo y me encontraba muy bien sin haberlo visto en los últimos 4 meses. No me hacía falta esa cara amarilla con la barba amarilla, usando siempre sandalias con jeans, camisa de colores pástelas con tres botones sueltos en el pecho y esa insistencia en decir groserías por todo.

– ¡No me vas a cerrar, hijueputa! – me dijo cuándo me vio. – Mira marica que te tengo un trabajo, a ver si por fin te bañas y salís de esta casa.

– Yo no quiero trabajar, estoy muy bien acá.

– Seguro, con esa mierda de olor, hasta las ratas se fueron. Quítate a ver que tengo sed.

Me hizo a un lado y se metió en la casa. No pude detenerlo porque era mucho más alto y acuerpado que yo, que mido un metro y medio y peso polilla. Sobre el comedor había un paquete de cervezas, pero David no tocó ninguna, se sirvió un vaso de agua y después otro. Yo agarré una cerveza conociendo de antemano la reacción que iba a tener cuando me viera bebiendo.

– La misma mierda de siempre, todo un borrachín. No más esa maricada y vámonos ya que tengo mucho trabajo.

– Yo no voy para ninguna parte y yo no tengo ningún trabajo. – Seguí tomando de mi cerveza.

– Que dejes esa mierda. Te vas a bañar y te pones alguna cosa que no huela a orines.

No le contesté. Me senté en la mesa y abrí otra cerveza.

– Tengo mil cuadros.

Me quedé mirándolo sin entender qué quería decirme.

– Todos te van a interesar, son tuyos.

– ¿Cómo que míos?

– Báñate y vámonos. Yo sé lo que digo.

Me entró una curiosidad en el cuerpo, el gato se asomó por la perilla de mi boca y terminé convencido de ir. No tenía nada que hacer, igual no me importaba mucho no hacer nada, pero ¡mil cuadros, y míos!, ¿Qué era? Lo más seguro es que fuera una colección de dibujos y bocetos pornográficos.

David vivía en el centro de la ciudad y manejaba bestialmente, no soltaba el cigarrillo de la boca y yo no entendía cómo el humo no le estorbaba para conducir. Viajar con él era como moverse en una cápsula de humo, girar por toda la ciudad dentro de una chimenea encendida y sin boca, era lo más parecido a caminar dentro de sus pulmones manchados de tinta viscosa. Atrás en la camioneta traqueaban los maderos y a David parecía no importarle, siempre con esa actitud salvaje para todo, se caía de un techo quedando inconsciente para luego ponerse de pie encender un cigarrillo y seguir trabajando. Era una puta bestia, la mejor forma de llamarlo.

Antes de entrar en la casa de David, que también era su taller.

– No, yo mejor me devuelvo caminando. – le dije.

– ¡No jodas! ¿Qué te vas a quedar haciendo en la casa? Solo entra.

Y me hizo entrar. Una gran chispa en las paredes, cuadros y cuadros, marcos de colores verdes y azules en cada pared, uno sobre otro y sobre otro, pequeñas líneas que se cortaban en el interior del cuadro anterior. Arriba en el techo grandes estructuras de madera rellenas del reflejo, el piso inundado con baldosas de cristal que permitían florecer un blanco puro y totalmente limpio. Y entonces las baldosas también en el techo porque todo era espejos, y dentro de los espejos más espejos y la casa ya no tenía paredes, solo reflejos y mundos dentro de los espejos. La carrera de resplandores, mil universos en mil cuadros. Mis ojos a punto de saltar por tanta luz y yo con el hígado colgando desde hacía tres meses.

En el centro del salón había una silla.

– Siéntate. – me dijo David.

Y yo sin remedio me senté. “¿Cuál es el trabajo?” le pregunté pero no me respondió. David abrió una puerta y salió de la habitación dejándome solo en el interior. Me quedé mirando hacía las baldosas del piso, porque nunca me han gustado los espejos. No hice más que mirar y mirar hacia el suelo y David seguía sin aparecer. Me levanté de mi silla y comencé a golpear la puerta por donde salió, pero nada pasó, no se abrió, no pude salir. Mis ojos se encontraban a punto de estallar con tanto brillo. El blanco se colaba por todas partes y lo que más comenzaba a desesperarme era mi reflejo en todo lo que había en la habitación. Odiaba verme una y otra vez, cada fragmento de mi rostro, lo horrible que me encontraba con la cara más roja que de costumbre, los ojos inyectados de sangre, la ropa manchada, una barba de tres meses y la mía que crece desorganizada. De nada valía cerrar los párpados, pues el resplandor de las baldosas y el techo no me lo permitían. Me cubrí con los brazos los ojos pero sin entender por qué, fui bajándolos y comencé a mirar cada espejo, cada reflejo, detallar cada cuadro.

Dibujé una sonrisa en mi rostro y en todos los rostros del cuarto. Me quedé en la silla a contemplar el cuarto en silencio. Podía ver mi espalda mirando al frente, los bordes de mi cara, la parte de atrás de mis piernas mirando hacia arriba y encontré tantas versiones mías como eran posibles. Lo único que no tenía gracia eran mis ojos y no se la encontré. Seguía sin agradarme mi rostro, demasiado parecido a mí para mi gusto. Yo insistía en que algo le faltaba, tal vez una pata de palo que saliera por las orejas o dientes de cardamomo. Terminó por fastidiarme, yo era incompleto y entonces lo grité, o creo que lo grité, tal vez lo gritó alguno de los reflejos, no era fácil saber quién era quien.

La puerta de la casa se abrió. Afuera había un sobre marcado que decía: “Eso era todo, marica”.


Photo Credit: ___rei

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