Ahora recuerdo el último evento social al cual asistí en Manhattan. Lo recuerdo con nostalgia. Fue el 8 de marzo a las cinco y treinta de la tarde. Fue en el Bowery Poetry Club donde se conmemoraba el día internacional de la mujer. Por esos días, el coronavirus era algo muy lejano; algo como del oriente, de los mercaderes de la ruta de la seda o una extraña enfermedad que probablemente sería abatida a flechazos en los portones de la gran muralla china. Los noticiarios comenzaban a entregar cifras de las primeras muertes en Italia y otros datos por aquí y por allá. Pero que más da, es Europa ¿no? Como si las noticias llegaran telegrafiadas o el contagio demoraría muchos meses en llegar después de cruzar el Atlántico en pesadas goletas o carabelas (¿dije telegrafiadas?). Por esos días, era muy extraño ver personas con mascarillas en la ciudad y los que la usaban (en su mayoría chinos), muchas veces eran mirados con recelo. Esta bien, lo reconozco, yo también fui uno de esos cretinos que criticó su exagerado actuar. Aquel domingo me fui caminando hasta el East Village, con la idea de presentar en el bar el último número de la revista “Hostos Review” (donde colaboro) y ver a su editora en Jefe, Inmaculada Lara, exponer su trabajo poético, junto a la poeta y presidenta de “Feministas Unidas” Tina Escaja, de cuyo trabajo soy su admirador. También se iban a presentar la performer Lola Nieto y la Poeta Keila Vall de la Ville. Sin duda un evento de gran nivel. Pero antes de seguir, es bueno hacer un paréntesis o más bien aviso cultural: Una vez al mes se realiza en el Bowery Poetry Club el encuentro “Se buscan poetas” donde muchos jóvenes de la ciudad (en su mayoría latinos) tienen la oportunidad de leer sus poemas en inglés o español. La cara más visible de la organización es un personaje de figura quijotesca, delgado y de casi dos metros, Marcos de la Fuente, quien es muy común verlo en los diferentes eventos literarios de la ciudad.
Ahora continúo.
El Bowery Poetry Club, me gusta porque parece sacado de una escena del film Casa Blanca, esa en donde Ilsa Lund le dice al pianista “Tócala Sam, tócala otra vez”. Muros con detalles de elegantes moldes, columnas romanas, lámparas de cristales, gasas que cuelgan y blanco, todo blanco. Aquella tarde, estaba lleno de mujeres deseosas de escuchar versos y muchas, aún portaban sus aguerridas pañoletas en el cuello después de asistir a alguna de las diferentes marchas feministas de la ciudad. Las presentaciones que más me gustaron, además de Tina Escaja, fueron la de Inmaculada y su energética entrada y fue extraño y gratificante para mi, porque no imaginaba esa potencia tan salvaje en la tranquila persona que es durante las reuniones que tenemos una vez por semana en Hostos College del Bronx. Como es la dinámica de esos encuentros de poesía, también subieron unos diez poetas a leer sus trabajos y me alegró volver a ver a muchos que ya he visto en otros circuitos literarios de la ciudad que cada vez me parece más pequeño y a la vez potente. Cerca de las ocho de la noche, cuando ya todo había terminado, salimos haciendo bromas y riendo junto a algunos escritores con la idea de ir a un bar a beber cervezas en Bleecker St. La noche era cálida y placentera, como suelen ser por esos lados de la ciudad. Yo me intercambiaba conversaciones entre Tina, Inmaculada, el chico cubano, Pedro Navarro, que lo he visto en varias presentaciones grabando con su cámara los eventos literarios y que tiene una divertida melena de Andrés Calamaro. En el bar pedimos cervezas, reímos, luego llegaron uno profesores de CUNY y la poeta Nancy Mercado, y reímos mucho, con los chistes que hacía un profesor (que tenía algo de José Luis Perales) sobre la mercantilización del sistema educativo imitando a un vendedor en el aula diciendo “…y no olvide consumir durante esas noches de estudio las sabrosas sopas Progresso, un progreso para sus estudios”. Era un tipo realmente divertido. Bromas de profesores, de esas irónicas que tanto molestaban a mis colegas en la Universidad de Chile, donde hacía clases de impuestos. Pero a los pocos días comenzaron a llegar los primeros correos con cancelaciones de eventos. Sigilosamente, muy tímidos aparecían en mi bandeja de entrada. Luego fueron creciendo, poco a poco, hasta que simplemente llegaban sin siquiera golpear la puerta, con mensajes del tipo “the decision to postpone” y las disculpas correspondientes. En Facebook no hubo mucha diferencia. También me suspendieron la invitación que tenía para leer mis crónicas en Queens a fines de marzo. A las semanas siguientes comencé a eliminar mis reuniones del Google Calendar o cambiarlas por reuniones virtuales. Ahí estaba yo, frente a mi pizarra, adaptando el panorama de la nueva vida, tirando líneas, usando el borrador para rediseñar el futuro con lápices de distintos colores, como si la vida fuera eso de ahora en adelante. El virus ya no era algo lejano, estaba en Manhattan. En las redes sociales comenzaron a subir cursos online de todo ¡y gratis! Eventos vía streaming. El cierre de los restaurantes y bares que solo pueden prestar servicios “to go” y las sillas puestas sobre las mesas para que la policía vea que no atienden gente en el lugar, hasta que definitivamente la mayoría cerró sus puertas. Lo último que me serví en un restaurante fue una sopa ramen en un local japonés de la 31St y tercera. Fue un viernes 1 a las ocho de la noche, y en el lugar solo éramos tres clientes. Mi último latte fue en Starbucks, a las seis y quince de la tarde con “pepe grillo”, donde nos juntamos a conversar y donde ya no podías sacar las bolsitas de azúcar (y con esto mis reservas gratuitas), los palitos para revolver o servilletas, porque todo se debía pedir en el “pickup station” donde un trabajador con guantes y mascarilla te los entregaba para evitar la contaminación. Se suspendió por primera vez, desde 1792, el desfile de St. Patrick en la quinta avenida y miles de cervezas, pan de soda y adornos verdes quedaron estoqueados en las bodegas y sus tozudos seguidores vagando ebrios por las calles. Los neoyorkinos comenzaban a sentir los efectos. Luego vino el encierro. Las calles semivacías. El miedo. La desinformación de las redes sociales. Si, ahora recuerdo aquel último brindis que hicimos de por todas las mujeres poetas de esa noche, mientras parados chocábamos nuestras copas en el bar, y pienso que quizás debí emborracharme hasta quedar muerto. Eran casi las once de la noche cuando volví a casa, me fui caminando las más de treinta cuadras de distancia, como si supiera que sería mi última caminata por un largo tiempo en Manhattan. La noche era cálida, era especial, me sentía embriagado, las personas paseaban alegres como suele ser por estos lados de la ciudad. Luego, me tiré sobre la cama, como un pesado bulto y cerré mis ojos.
TINA ESCAJA:
Para mí fue espectacular la oportunidad de recitar en Bowery. El elenco era magnífico y todas las voces, invitadas o espontáneas, fueron cómplices de una velada donde el activismo, el feminismo y el sentimiento jovial y de solidaridad se impuso. El performance de Lola Nieto asimismo produjo un efecto hipnótico que puntuó las intervenciones fabulosas de las personas que asistieron y participaron en ese espacio tan cálido e íntimo. Yo tuve el privilegio de contar con mis hijos, Alex y Vera, que participaron en mi mini-happening destructivist/a. El marco cronológico al evento mismo contribuyó al efecto de entrada/salida en lo extraordinario: mientras un poeta del evento previo se tambaleaba con su wiski y falda escocesa entre las mesas, tras el recitado pudimos disfrutar de la conversación distendida y afable entre un grupo de “náufragos” de la noche, o sea, residuo feliz de los poemas y poetas ya dispersos que compartimos bebidas en el oasis de un bar. Agradezco el momento y la oportunidad, justo en puertas de la voracidad del coronavirus, nada menos que en New York City…