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esteban escalona
Photo Credits: kasiQ Jungwoo ©

Mi nombre Starbucks

Me gusta mi nombre. No es común, tiene ciertos rasgos de distinción, para los griegos es sinónimo de victorioso o coronado, en varias ocasiones me han dicho que tengo cara de Esteban y es gratificante saber que mi nombre está en armonía con mi apariencia. Cosa que es muy difícil de conseguir. Gabriel García Márquez se encargó de enaltecerlo aún más con ese bellísimo cuento “El ahogado más hermoso del mundo”, cuyo nombre del difunto era Esteban. Isabel Allende también puso de su parte, asignando con mi nombre al protagonista principal de “La casa de los espíritus”. Uno de mis escritores favoritos se llama Esteban, pero en su acepción alemana: Stephan Zweig. Los nombres otorgan identidad, e incluso estigmatizan o predisponen el éxito o fracaso de quien lo lleva, pero para esos desdichados que se sienten perjudicados, existe el comodín del segundo nombre. Según mi historia familiar, yo debí llamarme Pedro, como mi padre, su padre y el padre de su padre. Pero mi abuela materna, admiradora de un actor de telenovelas, decidió que mi nombre tenía que ser Esteban, rompiendo, afortunadamente, con mi destino. Creo que en mi vida he conocido uno o dos Esteban, y eso me agrada.

Pero resulta que ahora, en Nueva York, he dejado de ser Esteban.

La entonación es distinta, acá lo pronuncian Estebán, acentuando toscamente la letra “a” y es extraño porque siento que por lo menos un tercio de mi nombre ya no me representa. Y eso es grave. Pero cuando mi nombre se lleva al terreno de lo escrito, y esa aberración gráfica se verbaliza, deja de ser completamente mío y se fertilizan abundantes personalidades que debo aceptar como propias. Es algo nuevo, es un problema de identidad que comencé a sufrir en el Starbucks que está entre la diecisiete y primera avenida en Manhattan.

Casi siempre paso temprano por la mañana, como a las siete y media, y me atiende un cajero flaco y de lentes el “Hoddy Allen” como le puse por su parecido al famoso director. Recuerdo la primera vez que fui, a fines de febrero, había mucha nieve en las calles y estaba oscuro. “Hoody Allen” me atendió, escribió mi nombre y pagué. Generalmente otros cajeros me piden amablemente que les repita el nombre, pero él nunca lo hace. Luego me senté a leer y a los pocos minutos la barista, una morena con voz de Dina Washington, gritó desde el pick up, Astepahn…, Astephan! Como estaba recién llegado a la ciudad y mi oído aún no estaba acostumbrado a los acentos, sonidos y variaciones de mi nombre, seguí concentrado en la lectura de mi libro. Luego de casi treinta minutos, me paré y fui donde “Hoddy Allen” para reclamar mi latte. Entonces me preguntó con su voz nerviosa.

  Your name?

– Esteban!, le respondí.

Fue hasta el pick up a buscarlo, levanto los pocos vasos leyendo los nombres hasta que dio con uno y mirándome con un gesto de gran obviedad me dijo, Here it is, Astephan! Si, claro, pensé. Desde entonces he tomado conciencia que mi nombre en Starbucks de Nueva York, puede ser Estevaun, Astephan, Stephan, Steve, Stehen o Stella, Sti, o cualquiera según la imaginación del cajero de turno, y a pesar que me incomoda tener que responder y aceptar un nombre que no es el mío, todo esto me ha dado la libertad de inventar nuevas vidas, jugar con personalidades de mi mismo, porque tal vez el ser extranjero te da esa posibilidad de inventar una nueva vida, ser alguien diferente, y a veces paso al Starbucks con la curiosidad de descubrir que nuevo Esteban me espera en Nueva York.

De todos los nombres, quizás el que más me gusta es Astephan. Imagino a un joven divertido e impetuoso que gusta de recorrer las noches del West Village, Bleecker St o Brooklyn, hablar con extraños en bares, casas o la calle y siempre con tan solo unos cuantos dólares y su tarjeta metrocard en el bolsillo. Imagino a Astephan de madrugada cantando con su guitarra viejas canciones de Ricardo Cocciante en algún carro del Subway. Y el nombre que menos me gusta, definitivamente es Steve. Me hace la idea de un tipo aburrido, uno que solo vive para lograr status y reconocimiento social. El dinero lo mueve. Steve me recuerda el hombre que fui durante algún tiempo en Chile y Astepahn, el hombre que me gustaría ser en Nueva York.

Pero hoy ha ocurrido algo inesperado.

Cuando paso a retirar mi café al pick up y busco mi nombre Starbucks, el vaso dice Esteban. En un absurdo acto de negación sigo buscando entre todos los vasos una, dos y hasta tres veces y me siento perturbado o tal vez decepcionado. Voy donde la cajera para exigirle una explicación y me dice que su padre también se llama Esteban y que su familia es de Puerto Rico. Me quiere decir algo más pero me importa un pepino y salgo apresurado del local para caminar por la catorce, y siento el eco de mis pasos demenciales mientras los locales de comida mexicana, china, pizza, bares, sus olores y sonidos, pasan y pasan como espejismos y cruzo calles, la segunda, la tercera avenida, Irving, cruzando sin mirar el semáforo ni las personas que molestas esquivan mi marcha y luego me desvío en la siguiente avenida donde por fin entro al Starbucks de Union Square y hago la fila con la esperanza de encontrar una nueva identidad en Nueva York.


Photo Credits: kasiQ Jungwoo ©

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