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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

Mi lejano hogar (Parte II)

Uno de mis compañeros aquí se llama Pedro y es de Castillejo de Dos Casas. Cuando le conocí, estábamos siempre bromeando y pinchándonos el uno al otro sobre la belleza de nuestros respectivos pueblos. Admito que soy muy cabezota y hasta que no conseguí que me dijese que Aldea del Obispo daba mil vueltas a Castillejo no me quedé tranquila. Lo hizo para hacerme callar porque puedo ser más pesada que llevar una vaca en brazos.

Es curioso porque Pedro y yo fuimos al mismo colegio en Ciudad Rodrigo, solo que él es tres años mayor que yo y nunca coincidimos en la misma clase. Incluso cogíamos el mismo autobús que recorría todas las localidades de la zona dejando a los alumnos en sus casas. Él se bajaba en Castillejo y yo en Aldea del Obispo.

En dos años y medio hemos llegado a conocernos muy bien, aunque al principio no le soportaba. Me parecía un chulo y un perdonavidas que había aceptado el empleo en la asociación para fomentar su fama de aventurero. De hecho, durante los primeros cinco meses apenas le dirigí la palabra si no era para picarle e intentar hacerle daño con mis bromas llenas de sarcasmo.

Entramos a trabajar precisamente el mismo día y en la conferencia de bienvenida que nos dieron ya le crucifiqué por las preguntas con respuesta evidente que formulaba y su actitud prepotente. Esto es muy típico de mí y después me arrepiento, juzgo a la gente sin tener suficientes argumentos y me sale el tiro por la culata. Con el paso de los meses Pedro me demostró que esa actitud chulesca e incluso huraña era tan solo una máscara que escondía un carácter bondadoso y fascinante.

Su hermano, que se llama Gabriel, es discapacitado mental y la humanidad que desprendía al hablar de él y relatar las miles de historias que había vivido a su lado me enamoró. Su vida era Gabriel, con quien había viajado por medio mundo y a quien trataba como una persona sin discapacidad, como tiene que ser.

Recuerdo que Pedro siempre me ponía el ejemplo de un documental producido por Julio Médem llamado “1% esquizofrenia” en el que se aseguraba que el uno por ciento de la población mundial tenía esa enfermedad y que todos estábamos en el mismo barco. Siempre hablaba de personajes como Van Gogh, Edward Munch o incluso el cantante Sting, que sufrían algún tipo de discapacidad y que, aún así, eran genios en sus respectivas materias.

Pedro hizo que viera la vida de otra manera, que dejase de mirarme al ombligo y fuese consciente de que ser feliz no es tan difícil como intentamos creer. Cuando me levantaba con el día tonto o me agobiaban mis paranoias y mis demonios internos, él siempre me hablaba de Gabriel y me daba cuenta de que me quejaba de vicio.

Gracias a Pedro también aprendí que debía recuperar el tiempo perdido con mi madre, a quien al tenerla siempre al lado había descuidado. ¡Es el amor de mi vida, aunque nunca se lo he dicho!

Quién me iba a decir hace tres años cuando trabajaba en el 12 de Octubre de Madrid y pasaba los fines de semana descansando en Aldea del Obispo con mi madre que África me cambiaría por dentro y por fuera. Tomar la decisión de dejarlo todo y embarcarse en una aventura como ésta con 44 años no fue tarea fácil.

Medio pueblo se revolucionó; pensaban que estaba loca al dejar un trabajo fijo tal y como están las cosas en España y aceptar un empleo en una asociación norteamericana de ayuda al refugiado que además me ofrecía un contrato inicial de solo seis meses. No tardé mucho en pensarlo. Llegué al pueblo un viernes, lo medité el sábado por la mañana, el sábado por la tarde discutí con mi madre, por la noche nos abrazamos y lloramos juntas, el domingo volví a Madrid y el lunes firmé la baja voluntaria en el hospital. Dos semanas después tomaba un avión en Barajas rumbo a Kinshasa tras hacer una escala en Nairobi.

Mi especialidad es la Ginecología y Pedro es experto en enfermedades infecciosas. En Congo, sin ir más lejos, apareció el primer brote de ébola en 1976. Asimismo, el número de afectados por el VIH es de los más elevados de África junto con Lesoto y Suazilandia.

La parte principal de nuestro trabajo es la prevención. Mis ayudantes y yo organizamos todas las semanas sesiones informativas de higiene en el parto y charlas especiales para evitar embarazados no deseados. Pedro, por su parte, recorre la región central de Congo, donde se encuentra el campamento base, informando de los métodos de prevención de enfermedades de transmisión sexual.

Cuando Pedro se va de viaje suelo inquietarme. El Congo no es un país fácil. El área de Owando, en el interior del país, está rodeada por la guerrilla contraria al régimen en el poder. Les da exactamente igual que seamos extranjeros. Si estalla el polvorín y las luchas tribales adquieren fuerza, todos estamos en peligro.

Yonsu, mi madre africana, me consuela y da ánimos y me acompaña muchas noches al pozo de mi imaginaria plaza mayor. Juntas, abrazadas, hablamos hasta altas horas de la madrugada con el pozo como testigo de nuestras conversaciones. Ella también me enseñó, como hizo Pedro, a no descuidar a la familia y empecé a escribir cartas a mi madre una vez a la semana.

Le cuento el día a día en el campamento y cómo atiendo a las mujeres de parto y a las que presentan alguna complicación debida, la mayor parte de las veces, a una alimentación deficitaria y condiciones de vida insalubres. Al principio no le hablé de Pedro, aunque las madres son brujas y ella misma lo detectó al recibir la cuarta o quinta carta.

Me hace mucha gracia porque asegura ponerse a leerlas en voz alta con las amigas delante del Ayuntamiento de Aldea del Obispo. Por lo visto, con el paso de los meses la lectura de “la carta de la africana” se ha convertido en todo un acontecimiento en el pueblo y decenas de personas se reúnen alrededor de mi madre para conocer mis andanzas.

Mi madre se animó y también empezó a escribirme. A ella le costaba mucho porque no había recibido una educación formal y había empezado a trabajar en la panadería a los 11 años, razón de más por la que cada carta que recibo de ella me llene de cariño, orgullo y amor.

Si en Aldea mis historias revolucionan al pueblo, en el campamento pasa algo parecido con las cartas de mi madre y Yonsu es la encargada de llamar a todo el mundo para ver qué se cuece en España. Mi madre suele meter algo característico en los sobres y lo explica con el desparpajo que le caracteriza. Una vez metió un trozo de harina de la panadería. Llegó un poco seco, para qué nos vamos a engañar, pero era tan graciosa la descripción de mi madre que no importaba. En otra ocasión metió una hoja de papel impregnada de notas de bergamota. Otra, un judión.

Así van pasando los días en Owando. Algunas jornadas son interminables, parece que no acaban nunca. Otras se hacen más llevaderas. Hay días en los que me levanto con ganas de tirarlo todo por la borda, en especial cuando se me muere alguna de mis pacientes. Paso tanto tiempo con ellas, llegamos a conocernos tanto que es muy duro alzar los ojos una mañana y ver que ya no están a tu lado porque el destino se las ha llevado. Del mismo modo, cuando dan a luz y, tras el laborioso parto, la madre y el bebé están en perfectas condiciones el sentimiento de felicidad que me envuelve es indescriptible.

Hace poco viví un día perfecto y con esto quiero terminar porque realmente existen los días perfectos. Simplemente hay que poner un poquito de nuestra parte y, como el Mago Merlín, meter en la marmita de nuestra vida un par de ingredientes con un poco de arte. Nos empeñamos muchas veces en boicotear nuestra propia felicidad porque no asumimos que tenemos derecho a ser felices. Estamos hechos para ser felices, no para lo contrario.

Recuerdo que ese día me había levantado con un humor de perros sin razón aparente, la típica mañana en la que uno mismo es su peor enemigo, que quiere destrozarse el día porque sí. A media tarde, Yonsu trajo a una amiga de su hija mayor que presentaba un sangrado considerable.

Estaba preparada para dar a luz pero la hemorragia convertía el parto en muy arriesgado, tanto para la madre como para el niño. Después de más de cuatro horas en la mesa de operaciones, conseguimos que el bebé naciese y cortamos la hemorragia de la chica, que incluso tuvo fuerzas para mirar a la cara a su retoño y besarle. Yonsu había esperado en el exterior del hospital y cuando oyó el llanto del nuevo miembro de nuestra pequeña gran familia entró dando saltos de alegría. Me miró, me agarró la mano y me dijo: “Es posible”.

Ese mismo día, por la noche, mientras que Yonsu y yo arreglábamos el mundo con nuestro pozo de los mil deseos como testigo silencioso, vi una sombra que venía andando desde el sitio en el que solían aparcarse los todoterrenos. Al principio no sabía quién era porque la oscuridad lo impregnaba todo. Solo hasta que se encontraba a un par de metros de distancia reconocí a Pedro.

Llevaba fuera del campamento tres semanas, un periodo en el que la guerrilla había atacado a varios contingentes internacionales en las carreteras que conectaban nuestro asentamiento con la capital. Le habían contado lo del parto de la amiga de Yonsu. Me agarró de la espalda con tal delicadeza y ternura que me sentí por un momento una actriz de cine clásico. Me besó, me dijo que me quería y añadió: “Es posible”.

Esa misma noche, cuando llegué a mi habitación, tenía una carta de España de mi madre. Dentro, había una foto del pueblo y unas líneas: “Es posible que te quedes allí, es posible que no vuelvas, pero me siento orgullosa de lo que he hecho por ti y me siento feliz de estar a tu lado todas las noches cuando miras en el interior del pozo de los deseos. Tu madre que te quiere”.

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