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Daniel Campos
Photo Credits: montillon.a ©

Mi Jardinero Fiel

Salgo a despedirme de mi jardín antes de viajar de vuelta a la Yunai. Llevarme las últimas impresiones es uno de los rituales que me facilitan las transiciones de esta vida peripatética entre San José, Brooklyn y América.

Muchos pétalos magenta yacen sobre el zacate al pie de un floreciente rosal que durante mi estadía llegó a tener treinta y tres rosas. En la enredadera que trepa el muro, una pasiflora de pétalos color rojo pasión, carpelo blanco y estambres glaucos se asoma, discreta como amante tímida, entre las hojas. La orquídea no florece en esta época, pero en la bougainvillea veranera observo grupos de flores blancas en los extremos de varias ramas. Me deleito, sobre todo, con el botón amarillo que se ha abierto en el otro rosal, el introvertido, el que no había florecido durante mi estadía. Antes de irme me ha regalado un destello de color.

Esta vez el ritual es breve pues mi papá me espera para llevarme al aeropuerto. Cuando ya vamos por la autopista, lo observo de reojo mientras él maneja. Su rostro es de frente amplia, pómulos altos, nariz recta y prominente y labio superior con silueta de alas de gaviota abiertas para el vuelo. Cada vez se me parece más a su mamá, mi abuela Dora, cuando ella tenía su edad actual. El parecido se acentúa cuando noto cómo el sol ha marcado con pecas la piel clara de sus brazos y manos, y se confirma cuando observo sus ojos claros, aunque los de mi abuela eran esmeraldas y los suyos oscilan entre el verde musgo y la miel translúcida, según la intensidad de la luz.

Nos despedimos con un abrazo en el aeropuerto. Aunque hay un leve matiz de melancolía, este abrazo de despedida es sereno. Él sonríe incluso y yo siento que todo está bien en casa.

Regresa a San José de inmediato pues quiere recoger a mi mamá en su trabajo. Siempre anda atento para cuidarnos. Yo me quedo y hago solitario los trámites para salir de mi tierra por aire.

Cuando ya estoy en la sala de abordaje, pienso en él. A veces lo llamo mi Jardinero Fiel pues cuida mi jardín cuando no estoy en Costa Rica. De vez en cuando, mientras doy clases en Brooklyn, me manda fotos de las orquídeas que han florecido, de las flores blancas que han brotado en la veranera o de las rosas amarillas que se han abierto en el rosal introvertido. Sabe que para mí esas flores son chicas raras y atractivas, ángeles de la guarda y promesas de alegría. No sabe, quizá, cuánta tranquilidad le da a mis ires y venires peripatéticos la certeza de que en mi casa josefina él siempre atiende mi jardín.


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