Cuando llamas los recuerdos de mi infancia, de lo que nos hiciste, atraviesan mi mente y corazón. ¿Cómo es posible que sea tu misma familia la que te hiere psicológica, física y emocional?
Puede ser que la ambición del dinero sea tu enfermedad o que tu veneno sea otro, de todas formas lo propagaste. Aún no soy capaz de entenderlo.
En el año 2000, mi madre me llevaba en brazos, buscando ayuda y un lugar en donde poder vivir. Mi abuela, una mujer generosa, nos dio un espacio en su casa y allí nos quedamos. Era el garaje y nos rodeaban las cajas de nuestras cosas y barriles llenos de otras. Una cortina fue la puerta que nos comunicaba con el resto de la casa y un portón, que daba a la calle, nuestra barrera hacia la delincuencia que acechaba en el barrio.
En los primeros seis años todo pareció marchar bien. Luego constantes insultos, empujones, ofensas y desprecios comenzaron a surgir de tres familiares que también vivían en la casa.
Después de 15 años todavía puedo sentir el temor en el cuerpo que sufrimos mi abuela, mi mamá y yo. Una montaña rusa de emociones, pensamientos y acciones. Cuando llegaba la noche la luz y el olor de las candelas quemándose indicaban que tenía que apresurarme a hacer mis tareas del colegio y dejar todo listo para el día siguiente.
Recuerdo un día en el cual mis tareas fueron más largas. Mi mamá me acompañaba en la mesa del comedor comiendo una mandarina y calificando exámenes de su trabajo. El sacapuntas se me cayó debajo de la mesa y para buscarlo agarré la candela. El olor a pelo quemado asustó a mi madre, la candela había rozado mi pelo que ahora estaba en llamas.
Lo que necesitábamos en ese momento era un escape de aquel tormentoso lugar y lo único que nos esperaba eran: “Los fines de semana”
Mi madre había comprado un terreno en la aldea de la Soledad a 27 kilómetros del infierno. Cada sábado madrugábamos a las 4 am para tomar un autobús que nos llevaría a una terminal de autobuses extraurbanos. Al tomarlo el camino consistía en dos horas si no había tráfico.
Al llegar caminábamos hasta que nuestros pies sangraban por detrás, pero todo era un porcentaje mínimo de dolor en vista de los dos días en que viviríamos en calma y sin dolor. Escapábamos de un garaje donde vivíamos de lunes a viernes sin luz, agua y paz.
Entrábamos a una humilde casa, con una parte de techo de lámina, que mi madre construyó con un sueldo limitado. El almuerzo se hacía en el jardín donde una churrasquera asaba carne, tomates, tortillas y en la cocina mi madre preparaba el guacamol con un toque de cilantro, limón y sal.
La luz, el agua y la comida existían.
La televisión prendía junto con una película de princesas en el DVD repitiendo todo el día y noche. La cómoda cama y almohadas fueron un alivio después de todas las noches que pasábamos en el garaje oliendo una candela quemada y los ruidos de voces que nos acechaban.
El domingo, el último suspiro en nuestra casa y la lluvia en la madrugada se asemejaba a un lugar de descanso.
En la tarde yo realizaba la bebida mágica en la cafetera:
café, cardamomo y canela. El aroma energizaba toda la casa.
Una jarrilla de café recién hecho junto con un pedazo de pie de queso era nuestra despedida. Se podría decir que es una escena esencial de Gilmore Girls: café y pie.
Mi abuela nos acompañaba algunos fines de semana, pero por su edad y sus dolores le costaba mucho subirse al autobús. Mi mamá le compró un celular para que pudiera comunicarse con nosotras y la vecina de al lado la apoyaba al darle comida, cargarle el celular y estar pendiente de ella. Su cuarto tenía una puerta, así que cada noche echaba llave como seguro. Mi madre empacaba con mucho cariño la comida para el lunes que mi abuela esperaba.
Habían pasado dos años y medio desde que nadie pagaba la electricidad y la cuenta de luz eléctrica crecía sin que nadie se dispusiera a pagar. El abogado nos informó que si mi abuela se iba de su casa ya no habría marcha atrás.
Los tres familiares falsificaron documentos, entablaron una batalla legal y le robaron la casa a mi abuela. Fue un desgaste físico, económico, emocional y psicológico para mi abuela y para nosotras. La casa que había comprado, construido y decorado con tanto esfuerzo y dedicación desapareció por la ambición de los otros.
Después de una pelea durante la cual gritos, golpes, empujones y ofensas fueron creciendo, decidimos poner punto final a lo que mi abuela seguía llamando su hogar. Nos echaron como animales, empacamos todo y las tres nos fuimos a las 3:45 de la madrugada.
La vecina llamó para contarnos que la casa de mi abuela había vuelto a tener luz eléctrica y que el colchón viejo de nosotras estaba en la calle. Contrataron a un cerrajero e hicieron los cambios necesarios para apropiarse de una casa que jamás fue de ellos.
Temíamos por nuestras vidas. Esa casa del infierno ya no era nuestro hogar. Nuestro hogar eran los fines de semana.
Todo es una cadena. Mi abuela nos protegió. Apoyó a mi mamá y a mi cuando no teníamos a donde ir y cuando más lo necesitábamos. Mi mamá nos protegió a mi abuela y a mi cuando estábamos en peligro. Ahora, que es cuando más lo necesitan, soy yo quien apoya a mi madre y abuela.
Juntas hacemos todo lo posible para que todos los días se conviertan en nuestro fin de semana.
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