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Mi amistad con Jennifer Lawrence

NUEVA YORK: Jennifer y yo nos conocimos en los Oscar del 2011. Ella tenía un vestido rojo Calvin Klein del que hablaríamos por horas un día las dos viendo películas y comiendo Doritos. Al principio ella parecía ser normal, ¿saben? Una niña de Kentucky que quería ser actriz y punto. No estaba destinada a hacer más nada sino eso. Menos mal que lo hizo porque tiene mi edad y ya es ganadora del Oscar. Mi mayor logro tiene 233 páginas y cómo me refiero a él no tiene cabida en este artículo.

Ya cuando agarró más confianza, me di cuenta que Jennifer era un desastre. No solo eso, sino que era el mejor desastre. Salir con ella era automáticamente acabar el trapo y terminar en otro estado o en otro pueblo o en una casa que no estaba segura que fuera la mía, pero siempre la pasábamos bien. Así termináramos en el capó del carro hablando del significado de la vida como si estuviéramos en la versión 2014 de Dawson’s Creek o tomándonos selfies con una cerveza en la mano, yo sabía que nuestra amistad funcionaría bien. Ella estaba destinada al estrellato, a mí me gustaba estar viendo todo sin ser el centro de atención.

Jen o J.Law, como ustedes quieran llamarla, sabía que yo amaba escribir guiones y que amaba leerlos, entonces me convertí en su primer filtro. Cada vez que le llegaba uno me lo daba para que yo le dijera si valía la pena o no. A veces acertábamos y a veces no. “Chama, no puedes tener todos los papeles tú, tienes que darle de comer a los demás. No te pases”. Siempre que se los devolvía tenían rayones, palabras subrayadas, comentarios en las esquinas. No entiendo cómo nunca me dijo nada. A veces la escuchaba riéndose de lo que ponía cuando no me gustaba algo.

A veces le daba lo que escribía para ver qué me decía, pero me daba demasiada pena como para hacerlo un hábito. Cuando me armé de valor para mostrarle una sitcom en la que estaba trabajando llamada Amistad Genuina, se rió infinito, y me dijo que me ayudaría a que eso saliera en alguna parte. Ella lo sentía real y que eso podía conectar con el público. Siempre me dice que en algún momento seré yo sentada en la silla con mi nombre.

Con toda esta viajadera en la que ella anda, filmando cuatro películas por minuto, no hablamos mucho. Sin embargo, cada vez que está en Los Ángeles me llama para que nos vayamos por ahí y terminemos en Santa Mónica Pier o en alguna playa escondida a donde solo llegan surfistas mientras oímos Riptide de Vance Joy y nada nos preocupa. Ella no me cree cuando le digo que tiene que ir a Corrales o a Pelúa para que vea cómo es una playa de verdad y si conoce Los Roques, se desmaya en el acto.

Ella no me avisó lo de las fotos hackeadas. No sé cómo se siente en verdad, seguro pensaría que la regañaría. “Yo te dije que no mandaras esas fotos, yo te dije que no hicieras eso”. La verdad es que seguro sí lo hubiera hecho, pero se debe sentir tan expuesta que mejor ni regañarla. En tal caso la buscaría y le dijera: “Ahora todo el mundo sabe lo buena que estás, ¡qué importa!” y nos iríamos a comer papas fritas con queso y chili en The Hat para reírnos de los imbéciles que se van a masturbar viendo las fotos.

Ahorita quién sabe dónde estará metida. Después de estar en claustro para que no le tomaran fotos en ninguna parte post – hackeo debe estar de vuelta en un tráiler esperando que la llamen a la próxima escena que le toca, con un guión en blanco, sin rayones, palabras subrayadas o comentarios escritos en los bordes. Seguro ni siquiera sabe qué es The Hat. Y uno aquí echándole su historia.

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