Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Jorge Consiglio

Mi amigo el árabe

Ni siquiera las tumbas resisten mucho

                                                                                          Ungaretti 

La misma vieja que en Coronel Suárez hablaba del peligro de tener caballos blancos porque atraen a los rayos, sostenía que la fruta debe comerse sin pelar y ayudándose sólo con las manos. Sus palabras siempre me resultaron cargadas de sabiduría. Ni siquiera me planteaba si eran o no acertadas, me limitaba a seguirlas al pie de la letra.

Ahora, estoy frente a una manzana. Me dispongo a cortarla en cuatro con un cuchillo dentado y, después, a pelar cada pedazo. Y no es que haya cambiado tanto desde mi primera juventud, que es cuando veía a la vieja, sino que en estos momentos creo en la complejidad de lo que me rodea. Las cosas, aprendí con los años, siempre tienen más de un sentido.

Oigo bien claro el golpe seco que hace la puerta de calle cuando se cierra. Es Mi amigo el árabe, como le dicen todos. Mi amigo el árabe quiere que lo llamen Steve, así es como se presenta; sin embargo, nadie le hace caso. Las diez o doce personas que conocemos en común, dicen: Mi amigo el árabe, para referirse a él. Y no creo que modifiquen su conducta por más esfuerzo que se ponga en ello.

Mi amigo el árabe tiene cinco nudillos en cada mano y resulta cómico observar el empeño que pone para que todos se enteren de esta peculiaridad. Debe tener más de cincuenta años. Es petiso, robusto, de tez muy oscura y habla a los gritos, como si estuviera siempre alterado. De hecho, si lo pienso, nunca lo vi de buen humor. Se preocupa por hacer lo mejor posible su trabajo y, a veces, se lo ve desesperado. Sospecho que se considera un inepto y se empeña en que nadie se dé cuenta. Tiene un inmenso bigote negro que lleva con orgullo. Se enrula constantemente las puntas para que queden erguidas, como si fueran ejes de la cara. Además, su pierna izquierda es unos centímetros más corta que la otra. Esto lo vuelve más lento que el resto de los hombres, aunque también –quizás a pesar de él mismo- el doble de astuto.

Esto no es Buenos Aires, ni siquiera es Montevideo. En esta ciudad hay que vivir, por lo menos, en un cuarto piso. En un cuarto piso por escaleras, que es donde me encuentro.

Un rayo de sol tarda ocho minutos en llegar a la tierra, me dijo mi hija, una mañana de su infancia, para sorprenderme. Y ocho minutos, justamente, es lo que tarda Mi amigo el árabe en llegar a mi departamento. Hace dos paradas de descanso. Apoya la cintura en la baranda de madera, tose, se seca la frente.

– Soy Steve, abrime –me grita del otro lado de la puerta.

Entra. Mira mi sillón de leer con ganas de sentarse pero se queda parado. Después, se queja del olor a frito y va rengueando hasta la biblioteca. Repasa con la mirada el lomo de una enciclopedia.

– ¿Qué buscás? –le pregunto.

– Nada. Soy curioso –dice.

Tiene puesto el traje gris de siempre. La sobaquera le abulta un costado. Nunca lo vi tan bien comido.

– Estás más gordo –comento.

– Como debe ser –dice, y enseguida agrega: -¿Viste a Solo?

– ¿A Solo?

– Boxeo: Hank Solo: peso pesado. Viene como un meteoro.

– No, no lo vi –digo.

– Llegó a los 120 kilos. Se desayuna con pollo frito.

Digo que sí con la cabeza. Pienso que Mi amigo el árabe no sabe disimular sus intenciones. Hay un espacio, un par de centímetros por sobre sus cejas, en el que se inscribe la verdad. Sonrío.

Afuera todavía hay sol. De todas formas, escucho a la gente que empieza a moverse con la exaltación de la noche. Alguien se ríe a carcajadas. Se escucha un insulto. Hay ruidos de vidrios que se rompen. Se corre la voz y ladran los perros. Tengo la impresión de que cada uno de los que caminan por la calle cree haber encontrado una buena forma de disimular su miseria; aunque alguno que otro sospeche que hay malditos ocupados en negarles la vida. Igual nadie se preocupa demasiado. Hay un punto en que la voluntad se debilita y cuando esto ocurre ya no hay nada que hacer.

– ¿Quién ganaría en una pelea limpia: Hank Solo o Jeff Lepbund? –me pregunta Mi amigo el árabe.

Elijo al segundo. Justifico mi posición como si realmente me interesara el tema. Mi entrecejo se arruga y muevo los brazos imitando la defensa de Jeff Lepbund, a quien conocí una mala noche de octubre en un ring-side de Honduras.

-Tuve un amigo que le golpeó la cara hasta cansarse al tal Lepbund –dice Mi amigo el árabe.

Camina hasta la ventana. Se queda una rato con la mirada perdida. Sé que no mira nada. Yo me paré más de cien veces en el lugar en el que él está ahora. Vi las dos chimeneas negras de la Glaxo, las veredas percudidas, tres o cuatro autos mal pintados y los perros, miles de perros andando de aquí para allá.

– ¿Quién fue? –pregunto.

Mi amigo el árabe gira la cabeza y me mira. Parece desconcertado.

– El que le pegó a Jeff Lepbund –aclaro.

– Un hombre que no conociste. Cuando lo mataron me pasé la noche entera junto al cajón, ¿entendés?

– Si –digo aunque no sé qué cosa quiere que entienda.

Mi amigo el árabe prefiere descomponerse de calor antes que sacarse el saco gris. En sus gestos, por más que se ocupe en disimularlo, aparece el esfuerzo que le reporta tener semejante cuerpo.

– En estas tierras, el sol es siempre atroz –comento.

– Hay lugares peores.

– ¿Cuáles?

– Omán…Omán es el infierno. En ese lugar la vida se seca pero los hombres son más confiables –dice y levanta las cejas.

Cada palabra suya responde a un condicionamiento íntimo, a una autocensura que se disfraza de profesionalismo. Cree en él tanto que sus formas rozan la parodia. Lo miro cuando repasa la comisura de sus labios con la lengua; cuando aspira profundo por la nariz; cuando entrecierra los ojos, como si tuviera un sueño insoportable, para poder evaluar mejor la situación. Ahora, tose y observa con disimulo el reloj que resulta demasiado chico para su muñeca.

– ¿Por qué abandonaste Arabia? –le pregunto. Supongo que no lo espera.

Encoge los hombros. Se retuerce las guías de los bigotes. Espero que diga algo así como: Ojalá tuviera razones claras para todo lo que hago. En ese caso, yo tendría que buscar una posición más cómoda en la silla, encendería un cigarro y le hablaría de las enormes fogatas que armaba mi hermano en Coronel Suárez. Sin embargo, Mi amigo el árabe se mira las manos y guarda silencio. Y cuando me responde, me defrauda.

– Ya no sabía vivir en tiendas donde se toma café y se lee el Corán –dice.

– No es fácil asumir la pérdida de la Patria –digo como si reflexionara.

– La Patria nos perdió a nosotros –me corrige. De pronto, se irrita. Se le abre la boca como si fuera a gritar, pero en seguida se aplaca.

Mi amigo el árabe anda con el pelo húmedo. En las sienes tiene el color de la vejez, pero sus brazos cortos todavía son dinámicos, conservan la tonicidad que les dio el oficio. Otra vez se instala frente a la ventana. Saca del bolsillo interno del saco un cigarro corto de hoja y lo enciende. Aspira con ganas, después deja que el humo blanco le borre la cabeza. Por un momento, dejo de verlo. Comienza a ser tarde, pienso.

– ¿Qué pensás hacer? –pregunta. Su voz es un ultimátum.

– Necesito dos días –digo con naturalidad.

– Vos no decidís –dice como si hiciera falta.

– No me entendés: no se trata de decidir –digo y me exalto. Quizás me exalto más de lo que debiera.

Enseguida pongo la mirada en un lugar indefinido del techo. Siento que una oleada de nausea me cierra la garganta. Estoy pálido, muy pálido. Voy a perder el conocimiento, me digo. Todo el departamento gira a mi alrededor. Toso. Toso y me desespero. Del mentón me cuelga flema salada. La nuca me pesa tanto que abandono la silla y quedo de boca al piso. En la caída, sin darme cuenta, me agarré del mantel de hilo que estaba sobre la mesa. Ahora, hay un desparramo de objetos y frutas alrededor mío.

Todavía estoy consciente. Noto que Mi amigo el árabe se acerca con agua. Se agacha y con su mejor sonrisa de experiencia me aconseja tranquilidad.

– Todo se arregla –me dice. Le brilla la dentadura.

Compruebo que apagó el cigarro, menos por deferencia a mi estado que por fidelidad a sus ritos. Como puedo, recupero el aire. Tomo dos o tres sorbos de agua. Entrecierro los ojos y trato de reunir todas mis fuerzas.

Cuando mis párpados se despegan, me quedo pendiente de la cara de Mi amigo el árabe, los bigotes enérgicos, la frente de acero. Observo que sus mejillas sólidas van cambiando poco a poco de color, que sus labios parecen hilos y se doblan, que todos sus gestos están clausurados, que lo que era su garganta es ahora un camino seco que va hacia los pulmones, que el cigarro apagado se le escapa de entre los dedos y termina junto a la pata de la mesa. Entonces, bajo la vista y veo el cuchillo dentado con el que corté la manzana; tiene la hoja doblada. Está hecho con acero de baja calidad: no soporta las presiones. Ahora Mi amigo el árabe tiene las mejillas congestionadas por el asombro. Se lleva la mano al pecho como si fuera a agradecer o a pedir perdón. Una mancha de sangre le ensucia la camisa. Es así, me digo, lo que hoy se tiene mañana se pierde. Y caigo en la cuenta de la habilidad y de la enorme sutileza que me convierten en un prolijo asesino.

Extracto del libro El otro lado, publicado por Edhasa en 2009.

Hey you,
¿nos brindas un café?