Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
keila vall
Photo by: davidjmclare89 ©

Mi amiga Ninja y la insuficiencia atómica

Este fin de semana invité a algunos de mis amigos a casa y dos de ellos se quedaron hasta las cinco de la mañana. Encuentro muy rico esto de acostarse en el sofá a conversar o desvariar con la última copa de vino en la mano. Hablamos sobre vuelos aéreos, accidentes marítimos, escalada libre en roca, el apego al riesgo, el error humano y accidentes aéreos de nuevo, estándares de seguridad y, claro, la situación política venezolana, de ahí saltamos la viveza que tristemente ha dado tanto de qué hablar cuando nuestro gentilicio es el tema. Hablamos, obviamente, sobre el COVID, la efectividad de las mascarillas, el booster shot, los beneficios de la vitamina D, y nos aferramos con fe a la gota del suplemento que tomamos a diario. Más vino, más ron, The Power of the Dog, The Lost Daughter, los planes decembrinos. En algún momento Lulú dijo al oido: Sensei, hoy me quedo a dormir, la cosa en los Yonkers a esta hora no está como para llegar así, y además me toca autopista, etc. Por supuesto la explicación estaba de más. Cuando un poco más tarde se fue el otro invitado trasnochado y para mi sorpresa no aún zigzagueante, saqué una pijama y una camiseta, y abrí el sofá cama para Lulú. Eran las cinco y media al momento en que al fin apoyé la cabeza en mi almohada con esa sensación extraña que acompaña todo final de fiesta en el que soy anfitriona, por una parte tan placentera: todo estuvo tan lindo, qué bonito ver a mis amigos; y de cierto modo también inquietante: qué ocurrió en realidad, de cuántas historias me perdí, cómo estará Carol, con Karina ni hablé. A la vez, cuántas conversaciones importantes sí tuve. Te dedicas a la repartición del vino y los pasapalos, las botanas o los spuntinis o las tapas, tantos nombres y un mismo placer, y te pierdes de cosas. Y está bien. Está muy bien. El don de la ubicuidad no nos caracteriza, y así son las fiestas. En su incompletitud, en sus baches y fisuras radica su belleza también. Decía que apoyé la cabeza en la almohada y eran pasadas las horas de despertarse.

Lulú había anunciado que se iría temprano, que se prepararía un café y se iría temprano al día siguiente. Y eso hizo. Yo no la escuché. Ni una brisa. Nada. Al despertar encontré el sofá cama cerrado, las sábanas en orden. No sé cómo hizo para esfumarse así. Me llama Sensei y yo a ella Jefa, pero a partir de ahora la voy a tener que llamar Ninja.

Al prepararme un café revisé mi teléfono.

Un mensajito celebraba la inauguración de la temporada navideña con la fiesta de la noche previa. Se iba temprano porque tenía trabajo, ella es cineasta y comenzaba el online de una película que la llevará nada más y nada menos que a Sundance. Seguimos juntas en esto, Sensei, cierra el mensajito. Namaste. Gracias.

Respondí a su mensaje.

Una hora más tarde distinguí sobre las sábanas dobladas dos breves notas adhesivas, una junto a la otra. Al sujetarlas comprobé que decían palabras más palabras menos lo mismo. Me emocionó ver la escritura a mano y mi impulso fue responderle de inmediato, y entonces llegué a una calle ciega. Con el papel en la mano no podía hacer nada, no había réplica posible, no había continuidad. De cierto modo, aquel papel me pareció un vestigio. Algo de frustración afectiva sentí ante la nota, ante la imposibilidad de responder a este segundo mensajito. Me paseé por dos ideas. La primera: que la única manera de responder a esta nota de agradecimiento con equivalencia era enviar una postal, algo que encontré ridículo, inútil, también tierno y divertido. Lo tierno y divertido es muchas veces también ridículo, por qué negarlo. En segundo lugar pensé: así era antes, antes, hace no mucho. Antes, hace no mucho, recibías una nota y ante ella lo único posible inmediato era el silencio: la aceptación del mensaje, que así se asentaba. Un mensaje escrito a mano no solo transmite mediante las palabras trazadas en el papel los datos estrictamente informativos, sino también otros colaterales: una caligrafía, una manera de usar el espacio en blanco, por ejemplo. Además te instala en un estado que llamaré, claro, receptivo, de puntos suspensivos largos, porque la respuesta, el dar consabido y atento luego de la recepción, requiere espera. Esa aceptación del mensaje en medio del silencio deja una sensación de incompletitud, te deja en falta incluso, produce una sensación de insuficiencia que es tierna y es temporal, y que habla de una dimensión, la dimensión humana, la de los seres entre cuyos dones no está el de la ubicuidad. La nota, la carta o el mensaje escrito a mano en un papel se queda en ti y así era antes sin alternativas hasta que respondías, hasta que enviabas algo de vuelta. Aquel sentimiento de reciprocidad entonces suspendido por segunda vez, la nota, la carta, el mensaje en camino y quién sabe durante cuánto tiempo, cuándo llegaría a las otras manos.

Pensé en la importancia de ese silencio, en cuánto de lo que soy ha nacido de esa sensación de ineficacia e incompletitud que solo ofrece la nota en papel, la existencia en átomos, el silencio inevitable que supone acatar la insuficiencia que somos.


Photo by: davidjmclare89 ©

Hey you,
¿nos brindas un café?