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willy wong
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Mi alma insubordinada

Mi alma, como imagino la de muchos de ustedes, viene siendo impregnada de nuevos y valiosos descubrimientos que podría compilar en hitos cronológicos. A los seis años, cuando discernía entre dejar las plastilinas para abocarme a las piezas de Lego, se reveló que mi afinidad de género era doblemente potente. En mis largos rato de ocio como infante sin responsabilidad, las princesas y los príncipes de los cuentos de Disney tenían para mí el mismo valor sentimental. Cuestionaba la absurda fragilidad femenina que se les asignaba a las protagonistas de los cuentos de hadas, así como el origen de la estructura corpórea de algunos héroes que, según los prejuiciosos, distorsionaban mi atención. A la mitad del camino para llegar a la pubertad, el destino me anunciaba mediante el juego y los dibujos animados, que mi capacidad para las relaciones de amor era la antítesis a la discriminación, el reflejo de la gran Chavela Vargas.

Una segunda etapa inmortal que redituó a mi esencia fueron los dieciocho años. Esos que esperamos con ansias tan solo comparables al síndrome de abstinencia de un bebedor cafetero. Cumplir la mayoría de edad fue cumplir metas y sueños con horizontes amplios. Realicé mi primer viaje solo, sin progenitores y a las tierras que admiraba vía cable de televisión. Estampé en mi piel el tatuaje fantaseado. Entablé una inaugural relación de pareja que duraría un par de años, encontrando en ésta las emociones más sublimes y tormentosas de mi vida. El sistema capitalista me abrió las puertas y fui parte de la población económicamente activa del Perú, pudiendo brindar mis primeros aportes al hogar que me cobijaba. Y, habiendo perdido la esperanza de dejar la condición de hijo único, a los dieciocho, la ilusión de tener un hermano menor pasó a ser realidad con el nacimiento de Oscar Barón.

Llegar a los treinta fue como toparse con un amigo después de quince años; observarlo detenidamente, examinar si ya ostentaba panza, y concluir que laboralmente era un triunfador. Una mañana frente al espejo me percaté que mi cuerpo había cambiado. Pasó de la eterna categoría peso pluma a la de peso liviano. Atrás quedaban mis incipientes cuarenta y nueve kilogramos, esos que disfrazaba con ropa holgada para no competir con los postes de las calles al andar. Por fin, por primera vez, pesaba unos orgullosos cincuenta y cinco kilos que se adornaban con un ligero y confortable flotador abdominal. Mercantilmente la evolución fue también inminente y bastante satisfactoria. Tres navidades antes de tener la edad de Cristo, me estrenaba en un cargo gerencial en un sector que me sigue fascinando, y bajo el mando de una jefa maravillosa.

El último hito, por ahora, irrumpió como cometa Halley a mis cuarenta años. No sé si fueron mi inquebrantable fe, la armonía de mis chacras, las plegarias de mi madre, el solsticio del 2017, o simplemente la providencia de mi Dios; pero los cuarenta fueron, y serán, irremplazables en cada uno de los aspectos de mi existencia. Publiqué el soñado libro, en la ciudad que me parió, Lima; y en la que me enamoró desde que la conocí, New York. Me hice más fuerte con la despedida hacia la eternidad de varios familiares directos y de una mejor amiga. Lidié con retos profesionales que ni yo mismo creía haberlos aceptado. Y, de manera extraordinaria, viví con integridad el verdadero significado de la amistad adulta. Este valor y sentimiento que desde niño me fue inculcado y que siempre esperaba se materializara en su máxima expresión. Con cuatro décadas encima experimenté la fraternidad, el esparcimiento, la discusión, el olvido y la complicidad en formato maduro, con inigualables amigos y libre de prejuicios.


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