Para cuando llegamos a Nueva York, ya teníamos más de 2,900 kilómetros de camino recorridos.
Empezamos el viaje en la tranquilidad del barrio de Lincoln Park en Chicago, en la casa de Max, comiendo tacos de carnitas michoacanas por las noches y buscando los rastros de Frank Lloyd Wright. Fotografiamos cada neón del barrio, platicamos sobre cómo sobrevivir a los inviernos capitalistas y pandémicos del frente del Lago Michigan y nos despedimos, como siempre cuando nos despedimos de Max, con la promesa de vernos al día siguiente, como si decir “nos vemos mañana” sosegara esa especie de tristeza.
Continuamos a Detroit, esa ciudad que María describió como “un lugar que había sido muy feliz algún día” y que nos voló la cabeza con su decadencia natural, su magnetismo poético y el enigma de saber cómo es que las figuras de Marvin Gaye y Aretha Franklin surgieron a tan sólo unas calles de separación entre sí sin que ninguno de ellos dos se conociera. Detroit tiene algo que hace que de sus cenizas siempre surjan nuevas luces.
Seguimos a Cleveland, ciudad que nos pareció bastante sosa, pero sólo porque no era Detroit.
Luego nos adentramos en las montañas y encontramos Pittsburgh en el camino. Ahí, en Pittsburgh, fuimos tremendamente felices: encontramos un buen café, un puñado de puentes amarillos y la tumba de Warhol, a la que sin darnos cuenta hicimos una suerte de peregrinación improvisada.
Entre Pittsburgh y Washington tomamos un camino rural que nos condujo hacia Mill Run, Pennsylvania. Ahí, más que en otro lugar y cualquier otro momento, sentimos la presión de la amenaza, una amenaza dócil: milla tras milla nos adentrábamos en esa América intransigente, ignorante y trumpista; milla tras milla, encontrábamos cada vez más casas que anunciaban su apoyo incondicional a la posesión de armas, a la guerra y a Trump.
El camino parecía no tener final.
Pero luego, al final de esa carretera rural, como si fuera una luz, apareció la Fallingwater de los Kaufmann, la obra insignia de Lloyd Wright y que está como depositada en el bosque, como si una mano gigante la hubiera dejado ahí olvidada.
Los días en Washington fueron el preludio de Nueva York. El último día, mientras desayunábamos en Georgetown un sándwich de salmón, por la unanimidad que sólo otorgan los impulsos, decidimos manejar desde ahí hasta la punta más alejada de Long Island.
Todo en ese mismo día.
Llegamos a Montauk muy tarde pero muy felices de no habernos quedado, como nuestro plan dictaba, en algún Holiday Inn del centro de Philadelphia.
Vimos el amanecer a un lado del faro, comimos ostras del día cada que nos las encontrábamos en el camino, cruzamos a Shelter Island por un ferry y nos fuimos de ella montados en otro.
Oyster Bay fue uno de los tantos finales que tuvo el viaje, con un sol tremendamente dorado y una playa repleta de piedras.
Pero Nueva York seguía, estaba marcado en nuestro mapa como último destino y no habíamos sido conscientes de ello hasta que el Empire State emergió al fondo del camino como una aguja tintineante a los últimos rayos del atardecer.
Que digan lo que sea, pero el Empire State es el edificio más alto de la tierra.
Cuando dejamos el coche de alquiler que nos había llevado por diez días en una oficina de Hertz en la calle Lafayette, el domingo agonizaba en sus últimas horas. Agotados, caminamos hasta la estación del metro y bajamos por la escalera. Compramos nuestra MetroCard, cruzamos los torniquetes y esperamos por 20 minutos a que llegara el tren en un andén desierto.
No nos dijimos nada. María solo observaba todo, y yo también. Estábamos realmente agotados. Yo pensaba en el metro de Washington y en el de Chicago, tan limpios, tan pulcros, tan orgullosamente planeados. Y luego veíamos las vías, los azulejos y las columnas de hierro. El tren que iba a Downtown llegó al andén contrario y se fue luego con un estruendo que remarcó más la soledad en la que estábamos envueltos.
Ese momento, cuando se fue ese tren, en la estación de Cooper Union, fue el primero que tuvimos en silencio en casi quince días.
Llegó nuestro tren, por fin. Tuvimos la suerte de estar parados justo en donde se detuvieron las puertas, aunque ese logro no es tan significativo cuando se es el único queriendo subir al metro. Pero era un buen augurio.
Cuando se abrieron las puertas dimos el primer paso.
Todo el vagón para nosotros.
Nos dejamos caer y las puertas se cerraron.
El tren comenzó a moverse.
Después de tanto, estábamos en casa.