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Metro Meditations

CIUDAD DE MÉXICO: Veinticinco meses viviendo en la Ciudad de México puede llegar a afectar el sentido de empatía, compasión y sensibilidad de uno ante el sufrimiento y la violencia de la vida urbana.

Cuando me mudé aquí entré en una especie de shock físico, emocional y espiritual. Mientras me enamoré completamente de la ciudad por su grandeza y belleza sublime, discerniendo los detalles más pequeños y su increíble esencia que la separa de cualquier otra ciudad que jamás había visitado, me sentí abrumada por sus divisiones de clase, su pobreza extrema, la discriminación contra los pueblos indígenas, el amor por lo foráneo  pero su desprecio por la otredad (enraizado en el afán por el eurocentrismo) y la arrogancia de muchos de sus habitantes. Esto distinguí en cada rincón del espacio público y en un sin fin de situaciones sociales.

Recuerdo uniéndome a mis amigos estadounidenses que formaban parte del intercambio académico en salidas nocturnas a colonias posh y presenciando y participando en una cultura que ignora por completo a los ambulantes soñolientos que nos vendían paquetes de goma de mascar y cigarrillos. Para muchas personas la madre indígena sentada en la acera con sus hijos se esfumaba con la pared en la que se apoyaba: invisible sólo hasta que se nos antojaba un Marlboro. También me recuerdo sentada en un taxi o aplastada en un pesero  estacionado en una intersección y jugando de espectadora de los niños y adolescentes desempeñándose como malabaristas, tragafuegos, payasos y mimos. Y el lenguaje que se habla aquí está plagado de sexismos, clasismos y racismos. Incluso en las marchas- que han sido muchísimas, desde #YoSoy132 al aniversario de Ayotzinapa-las consignas son vehementemente misóginos y anti-gay.

Todos estos matices y realidades eran tan frescos y por lo tanto tan impactantes que bombardearon mis sentidos y me abrumaron emocional y físicamente. Desconociendo estas formas sociales y culturales, aprendí a navegar la ciudad, adaptando lo que yo admiraba y necesitaba, desafiando y tratando de ignorar lo que me indignaba.

Esos primeros meses fueron abrumadores aunque en un sentido también bastante estimulantes. Experimentar todo por primera vez fue increíble, y veinte y cinco meses más tarde, todavía me encanta viajar en el metro y pesero y todavía me encanta esta ciudad por la bestia implacable que es. Pero hace tan sólo unos días, saliendo de una película en la Cineteca Nacional, me di cuenta de que la ciudad me ha agotado física y emocionalmente.

Esta toma de conciencia fue probablemente inspirada por la película: siete hermanos detallan las alegrías y las angustias de una vida encerrada en un departamento de la ciudad de Nueva York durante dieciocho años. Era una mirada alegre en la vida que se construyeron dentro de las cuatro paredes del departamento: las 5.000 películas que han visto y recreado, desde películas enteras como Reservoir Dogs y recreaciones de quemas de efigies, y su reflexión de la libertad de la reclusión. Entrar en ese espacio agudizó mi sensibilidad a la vida fuera una vez que dejé el teatro. Pensamientos sobre cómo, a pesar de la promesa de la creatividad, el amor y la conexión, muchos de nosotros nos dedicamos a vivir vidas insensibles, egoístas y poco creativas.

Una vez sentada en el vagón de Metro y de regreso a casa, encajada entre dos viejitas lindas y soñolientas, cerré los ojos y escuché los murmullos de los que me rodeaban, una sonoridad llena de  vida, risas, y la somnolencia profunda y pesada mecida por el ruido del tren. Vi que muchas personas, incluyéndome a mí, se negaban a intercambiar una mirada, una sonrisa, un saludo. El Metro, ha sido y siempre será una metáfora perfecta de la Ciudad de México. Es un ejemplo contundente y extremo de la superpoblación, la frustración, el ruido, la alienación y la humanidad.

En los últimos días he estado más atenta, más receptiva, e intuitiva de lo que la gente y la ciudad tienen que expresarme. Hoy, en mi camino a mi café favorito en el centro, me acordé otra vez por qué el metro es una expresión perfectamente furiosa e intensa de la vida en la ciudad.

Cuando el tren viajaba rumbo al norte hacia Cuatro Caminos, la lluvia golpeaba las ventanas y el brillante cielo nublado iluminaba los rostros de la fila de gente sentada frente a mí. Hoy, en un lunes por la mañana, todo el mundo estaba alerta, los ojos se movían de derecha a izquierda, siguiendo cada vagonero, ya que gritaban su rollo publicitario y abrían paso por cada vagón del tren.

Mientras me asomaba por encima de la cabeza del hombre sentado frente a mí y observaba el paisaje urbano pasar, más allá de mí podía oír al vagonero con un equipo de sonido montado a la espalda acercarse a mi vagón. Su selección hoy: 100 MP3s de rock clásico. Mientras la voz de David Bowie se desvanecía el vendedor se saltó tres canciones y allí la dulce guitarra de George Harrison y su canción My Sweet Lord comenzó a llenar nuestro vagón. Mi corazón se alegró, ya que es una de mis canciones favoritas de uno de mis discos favoritos. Abrumada por esta felicidad que cayó como un beso, cerré los ojos para disfrutar de aquella canción,  y sonreí y me sentí agradecida al disfrutar de una canción tan dulce en un día tan dulce.  Al abrir los ojos me di cuenta que el hombre frente a mí también estaba sonriendo. Esta migaja melódica y móvil duró unos pocos segundos antes de desvanecer en cuanto el vagonero avanzó y desapareció en el próximo vagón.

Unos segundos más tarde, el próximo ambulante entró, su performance: el salto de espaldas sobre fragmentos de vidrio dispuestos sobre un trozo de tela. Tan pronto como lo vimos acercarse todos mostramos disgusto, e incomodidad, y evitamos el contacto visual, incluso entre nosotros mismos. Una madre apresuró a sus hijos hasta el otro extremo del vagón. En lugar de correr de un extremo del vagón y caer sobre el vidrio roto, nos rogó por una limosna, apelando a nuestra repulsión y desprecio. Pasó junto a nosotros, los codos rotos y moretones de un día de trabajo anterior, y se abrió paso hacia adelante después de no recibir nada.

La Ciudad de México es precisamente esto. Es feo, es doloroso, es hermoso y humano. Es profunda apatía e indiferencia. Es una lucha por la supervivencia. Es momentos de dolorosa poesía.

No creo lograr jamás ser insensible a esto. Debido a que la ciudad encuentra la manera de recordarme de estas luchas, mientras me permite vivir momentos de pura poesía. Momentos que dulce y brutalmente me recuerdan que estoy aquí, y que estoy dolorosamente viva.


Photo Credits: Andrés Roman Medina

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