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En el mes de la poesía en los Estados Unidos: las tropas a la frontera, no se vaya a colar un verso

Cuando pequeño, mi abuelo me hablaba de la poesía en casa de mis padres. Con su voz cascada me leía poemas de Neruda, de Gabriela Mistral, de Huidobro. Mi abuelo, con sus ojos cansados, quería abrir los míos al mundo, y también me leía poemas de García Lorca, o suspirando, eterno enamorado, me leía poemas de Bécquer. 

Pero mi abuelo, viejo zorro, me tomaba de la mano y me paseaba por las calles deteniéndose frente a una madre que junto a un niño mendigaba, una gitana que pies descalzos nos leía la suerte y mi futuro. Viejo ladino, mi abuelo me hacía leer con mis infantiles ojos los poemas que se pasean por las calles ocultos a los ojos del lector. 

Hoy, mis ojos cansados, leo poemas a mi nieta al igual que les leía a mis hijos, y paseando por las calles de New York pienso en García Lorca, y mis ojos sonríen puesto que el Poeta en Nueva York leía los mismos poemas que mi abuelo en las calles de Santiago de Chile. 

Hoy, en el mes de la poesía en los Estados Unidos, sentado frente a mi computadora, se me hace difícil escribir un poema cuando el poema marcha por las tierras de mi México lindo y querido, cuando se detiene cansado en las calles de Oaxaca, cuando estira la esperanza para retomar fuerzas y continuar hacia las calles del Poeta en Nueva York.

Cuando en las calles de mi hermosa Cúcuta, en Colombia, en la frontera con Venezuela, una madre venezolana mendiga para comprar pañales para su hija y me trae a la memoria aquellos días en que en la misma hermosa Cúcuta, hace treinta y tres años, cambié mi reloj por un vaso de leche y una caja de pañales para mi hija, y sintiendo el olor que remonta a mis narices desde el cuerpo de mi nieta en un parque de Brooklyn me siento culpable al sacar otro pañal para cambiarla. 

Hoy, en el mes de la poesía, recuerdo cuando mi abuelo me empujaba en un viejo columpio de madera para que el viento penetrara mi pensamiento y al llegar a las alturas infinitas para mí, veía de reojo y con tristeza a un niño mapuche que de lejos observaba sin atreverse a montar al columpio y remontarse a las alturas que le pertenecían.

Mi abuelo, viejo sabio, llenó mis ojos de poemas para que el mundo entrara en mi cuerpo y con el pasar del tiempo, cuando estuviera columpiando el futuro, recordara Temuco, u hoy Bilbao, donde un niño de piel oscura, un niño triste como yo nos mira sin atreverse a reclamar su derecho a jugar.  

Hoy, frente a mi computadora, me cuesta escribir un poema cuando en el país en que vivo a la esperanza quieren oponerle soldados en la frontera, cuando al estudio quieren ponerle una orden de expulsión, cuando en las calles que pisó el poeta alguien teme hablar en su idioma en voz alta, a menos que sea una nana contratada para enseñar su idioma a un niño rico, cuando algún niño despertará con hambre, cuando un niño, el hambre saciada, calzará sus zapatos para ir a la escuela, mientras allá en los caminos polvorientos de Oaxaca otro niño, sus pies descalzos azulosos de frío, continuará su marcha en busca de su poema, mientras en la frontera los fusiles apuntan al corazón del poeta. 

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