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Daniel Campos
viceversa mag

Un mendocino feliz en Nueva York

Me recogió una madrugada invernal en el aeropuerto de Nueva York. Alto, robusto, mestizo de piel morena, cabello rizado y entrecano, cara grande, redonda y ancha. Me saludó con afabilidad, como si me conociera. Ya dentro del carro me dijo:

—¡Qué frío! ¿De dónde viene?

—De Costa Rica, por Panamá —le respondí.

—¡Costa Rica! —dijo, arrastrando la erre, pero no como un tico. —¿Fue largo el viaje?

—No tanto, apenas ocho horas, pero el horario es incómodo. ¿Usted de dónde es?

—Soy argentino, de Mendoza —me respondió. Entonces me acordé que la gente de Tucumán también arrastra la erre un poco, como la negra Mercedes Sosa cuando canta. —¿Usted conoce?

—No, nunca estuve. Apenas he estado en Buenos Aires un par de veces, y en Córdoba, Salta y Jujuy. Todo me gustó, sobre todo Jujuy.

—Jujuy es lindo, sí, pero Salta me gusta más.

—Sí, es todo lindo en realidad. Y la gente me cayó muy bien en todos lados. Tengo una amiga de Neuquén también, pero no conozco.

—¡Uy, papá, Neuquén es muy lindo, sí! Es ya la Patagonia, creo. Sí, se considera la Patagonia.

—Y me encantaría conocer Mendoza. Hay buenos vinos, ¿verdad?

—Sí, pero lo mejor de Mendoza son las mujeres. Son lindísimas. Cada vez que voy allá pienso, “Ay, papá, ¿qué hago yo en Nueva York?” Pero siempre me vuelvo. Soy adicto a la movida de la ciudad, papá.

—¿Y va mucho a Mendoza?

—Lo intentaba, pero llevo bastantes años sin ir. La última vez fue triste. Mi hermano estaba enfermo y una noche mi cuñada me llamó y me dijo, “Vente porque está mal, en el hospital”. Yo andaba en esto, manejando, y mientras tanto ella iba planeando mis vuelos por internet y al final compró el pasaje. Yo llegué a mi casa al amanecer y mi mujer ya me había empacado la maleta. Descansé media hora, me duché, comí el desayunó que ella me había preparado y me fui directamente para el aeropuerto. Ni siquiera sabía cuál era el itinerario. Solo sabía la aerolínea y el primer vuelo. Salí de Nueva York a Miami, de ahí a Santiago, de Santiago le pasé por encima a Mendoza que queda ahí no más atravesando los Andes y tuve que ir hasta Buenos Aires, para después devolverme a Mendoza. Cuando llegué al hospital, mi hermano ya había fallecido —. Entonces se quedó callado por unos segundos.

—Ah, lo siento mucho, ¡qué pena! —le dije, realmente conmovido.

—Sí, me golpeó su muerte. Pero al menos pude estar con nuestra familia para el funeral y algunos días más, antes de regresar. Por suerte acá me esperaba mi mujer, si no creo que no me venía.

—Ah, ¿y de dónde es su mujer?

—Era venezolana. Pero también falleció.

—¡Ay no! —exclamé. Me salió del alma. —Lo siento mucho. Lo lamento —dije, frunciendo el ceño y con el corazón en el estómago. Sentí que no había ni aterrizado y ya estaba escuchando sobre soledades y tragedias neoyorquinas. Respiré profundo y pensé en cómo darle un vuelco a la conversación. “Tal vez si escuchara la parte alegre de la historia”, me dije. —¿Se conocieron acá? —le pregunté.

—No, nos conocimos en Miami. Yo tenía veinticuatro años y había ido de vacaciones. De regreso había planeado pasar por Río de Janeiro. En el vuelo me senté a su lado. Ella había ido a Miami para un congreso e iba a Río de vacaciones. Nos gustamos y en Río nos pasamos todos los días juntos. Después yo no quería irme para Mendoza, pero me tocaba. Ella se devolvió a Venezuela. Pero dijimos que ahorraríamos y nos encontraríamos en Nueva York. En cuanto pudimos, así lo hicimos. Vinimos hace treinta y cuatro años de vacaciones, supuestamente. Pero cuando nos vimos aquí dijimos esas cosas locas que dice uno en la juventud: “¿Y si nos quedamos?” ¡Nos quedamos, papá! La mejor decisión que tomé en mi vida.

—¿Quedarse en Nueva York o quedarse con ella? —bromeé.

—Quedarme con ella —me respondió, riéndose, pero lo decía en serio. —Sí, papá, fuimos muy felices.

—Y ahora, ¿no piensa en volverse a Mendoza?

—Cuando estuve viudo lo pensé, pero después de algunos años me casé de nuevo.

“Ay, Vida, gracias, ¡esta historia no es triste!” pensé al escucharlo y respiré aliviado. La vista de los rascacielos iluminados de Manhattan, a varios kilómetros de distancia, me pareció más atractiva.

—¿Con una venezolana? —lancé para que continuara.

—Sí, mi mujer me dejó cosas buenas, papá, y gusto por las venezolanas —confirmó y se rió. —Ella era viuda también, pero ya llevaba once años, yo apenas cinco. Una vez vino de Venezuela a visitar Nueva York y una amiga en común nos presentó. La conocí, le dije “quédate” y se quedó conmigo.

—¡Me alegro mucho! Su historia está buenísima.

—Sí. He vivido una buena vida, papá. ¿Y usted?


Photo Credits: biajoe

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