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inmaculada lara-bonilla
Photo by: Oscar Paradela ©

Memorias de un lobby

La tarde de nochebuena del año 2020 aterrizo en Madrid, ciudad naturalmente archivesca y el mayor contenedor de mis archivos personales. Esta ciudad funde-siglos de la pandemia no llega a ponerme nostálgica, ni de la urbe pre-virus, ni de mis otras vidas. No es necesario; me reciben insospechados archivos vivos y yo adoro perderme en ellos, saborear historias de otras épocas. El más improbable aparece el día de Navidad. Es el lobby del hotel que adopto como morada transitoria, no sea portadora de la peste. Podría ser una estancia incómoda para evitar el virus: la cocina del hotel está casi cerrada y sólo puedo optar por comidas calientes a la intemperie, en una acera azotada por el viento frío, o bien comer algo ya frío en la guarida desinfectada que es mi habitación. Elijo casi siempre la guarida. Es impersonal pero íntima, despojada y arropada a la vez en este edificio cálido y luminoso. Se accede a través de un lobby del que me gusta casi todo: el ecléctico hilo musical (más bien banda sonora), sus plantas abundantes, el pesebre rodeado de pocas luces en el patio de luces y, sobre todo, su pequeña biblioteca seductora.

Son solo dos estanterías y los libros no pueden tocarse (estamos en la tercera ola). Nada más instalarme paso un buen rato leyendo, repasando los títulos en los estantes. De los lomos de los libros saltan nombres de escritores ya desaparecidos casi todos, casi todos hombres, casi todos españoles, publicados el siglo pasado. Me atraen Jesús Ferrero y Goytisolo, Juan. Pregunto en recepción si podrían leerse y el recepcionista –que resulta ser el director del hotel haciendo ahora un poco de todo– ofrece un cálido “por supuesto” y camina presto a desinfectarlos. “Éste, si es tan amable, ¿y éste otro de Goytisolo?”– solicito. El director-recepcionista desinfecta los dos libros con aires de mago, blandiendo elegantemente su gigantesco envase de spray hidroalcohólico. Despliega un extraño esmero aderezado de entusiasmado y me pregunto si es que estaba aburrido. “Hmm, ¡le interesa Goytisolo!”, emite desde detrás de la mascarilla y de su barba de siglo XX. Me mira con ojos cómplices, brillantes, y no me permite responder. “Se alojaba siempre aquí, Goytisolo, semanas o meses. Tenía su habitación, su casa de Madrid fuera de Marruecos. Lo protegíamos de la prensa: ‘no, no, el señor Goytisolo no se encuentra’”. Y matiza: “no es que fuera huraño, pero sí huidizo”.

Jesús –así se llama el director-recepcionista, ahora también bibliotecario– me cuenta además cómo Goytisolo salió del lobby hacia Alcalá a recibir el Premio Cervantes. Fue en este siglo, en el año 2014. Ese día mudó el sempiterno suéter por una chaqueta grande y vieja. Se veía destartalada sobre su cuerpo envejecido. Mostrándole su atuendo, Goytisolo le dijo a Jesús: “no voy a llevar chaqué, eso lo llevarán ellos, pero me han pedido que al menos me ponga corbata”. El servicial director le ofreció cualquiera de las que guardaba en recepción, pero Goytisolo declinó, sacando una ancha y verde de los años setenta: “gracias, Jesús, pero ya tengo ésta; lo que pasa es no sé hacer el nudo”. El nudo. Ni más ni menos. Jesús se lo hizo airosamente, consciente del honor, y don Juan salió compuesto así a recibir el considerado mayor premio a la literatura en lengua castellana.

No hace tantos años de aquello, pero ahora, con Goytisolo en algún otro mundo, la ceremonia del premio en cuarentena, y la gente sin poder tocarse, escuchar todo esto me sumerge en una especie de novela. Una novela que continúa al releer Señas de identidad, esa autoficción tan española y tan de siglo XX. Noto cómo don Juan escarba en su pasado, recuerda, analiza, sigue recordando… Su Álvaro busca, indaga en sus archivos personales y los de la familia. Retorna a una vida de la que su autor renegó durante toda la suya adulta. En una de sus largas diatribas la describe como “una vida prudente y discreta enteramente consagrada a la familia y los negocios creyendo a pie juntillas en el cuadro idílico que nos pintaban los diarios convencidos de que la victoria de Hitler abría una época de paz progreso y prosperidad para las naciones sin darnos cuenta del reverso de la medalla […]”. Hitler, medallas, cristianismo, familia, negocios, consagración, esa dictadura tan nuestra… Intensos y pesados los legados. Y Goytisolo exiliado, apuntando reveses formales a una literatura que conoce demasiado bien, huyendo de unos valores inertes y rancios hasta ser mortales. Lo veo tan aferrado a esa huida por la supervivencia como entregado a investigar el gran nudo del pasado.

Pienso si quizá el día del premio no sabría hacer ese nudo de tela porque ya había desbaratado ese otro mucho más grande de la historia, de su historia. Consulto con un amigo que lo vio en la recepción que seguía a la entrega y casi me lo aclara: “estaba cansado, ajeno y satisfecho”. Si no entonces, ¿quizá hacia el final de sus días en Marrakech consiguiera deshacerlo del todo, aligerarse, soltarlo todo?

Pienso en mis probables nudos y entonces suena una flauta en la calle silenciosa. Es una flauta de afilador. Incoherente (o quizá no) en este 2020. Insiste este hotel en mezclar el presente y el pasado. Dejo la escritura; quiero ver si el afilador es de carne y hueso, si recorre este barrio antiguo como antes-ahora: en bicicleta aún, pero con un recipiente de gel desinfectante y mascarilla. Pero el afilador no aparece por ningún lado y vuelvo a la guarida. Al cruzar de nuevo el lobby piso atenta. Quizá eran otras voces del archivo. O quizá sólo tenga que saber que me fue concedido un regalo amablemente a manos de Jesús al final del año de la pandemia.


Photo by: Oscar Paradela ©

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