A las tres de la mañana las calles de Harlem estaban silenciosas y desoladas. El viento cantaba su canción de cuna en la madrugada invernal.
En la esquina de 116th Street y Lexington Avenue, entré a la estación de la línea 6 del metro. Bajé al andén justo cuando el tren pasaba en dirección a Downtown. Se abrieron las puertas y abordé, agradecido por la perfecta sincronización.
En el vagón había una persona desamparada con el carrito de supermercado en el que cargaba sus pertenencias. Además viajaban media docena de hombres afroamericanos que, por su vestimenta y cansancio, supuse que acababan de salir de sus trabajos nocturnos. Todos dormían.
Pensé en la mezcla de extenuación y confianza en el prójimo que se necesita para dormirse tan profundamente en el metro. En la madrugada las personas de esta ciudad, en general, se cuidan unas a otras, no se agreden. En parte por eso me gusta tanto explorar recovecos citadinos a esas horas. Hay riesgos por género, etnia, nacionalidad, clase social, claro. En la ciudad hay violencia. Pero no es violencia la ciudad. Es convivencia.
Al sentir la paz del vagón, percibí una posibilidad inusitada. Me puse los audífonos, cerré mis ojos, confié en la gente que saldría y entraría al vagón durante mi trayecto, y empecé a escuchar una meditación que me había compartido mi ninfa amada.
Así, de pie al final del vagón, medité sobre el amor incondicional mientras sentía, de trasfondo, el movimiento del tren en el túnel, la aceleración y desaceleración, las paradas, el abrir y cerrar de puertas y la luz besando mis párpados cerrados.
Cuando terminó la meditación y abrí mis ojos, el tren ya se acercaba a Union Street. Yo sentía paz y amor por mis compañeros de viaje, por mi ninfa de Ventanas –grutas que se abren al mar como el corazón al amor incondicional– y por mi gente querida.
Photo by: José Antonio Luque ©