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agustina bullrich
Photo by: Yasmin Littler ©

Meditaciones

1.

No es inmediato y no siempre sucede, pero aquellas veces en que logro aflojar la mente y asomarme a ese espacio de fuelle que es el hueco universal (mente-acordeón) algo baja o sube hasta las manos. La magia sucede ahí. Es menos que un cosquilleo y más que la mera existencia. ¿Una aceleración de partículas?

La pandemia ha puesto las manos en primer plano: hay que lavarlas con mucho jabón durante veinte segundos o más, hay que pasarles alcohol en gel después de tocar cualquier superficie sospechosa, y en ese mundo que se extiende más allá de las fronteras del hogar todas las superficies lo son. Durante las primeras semanas de cuarentena puse tanto empeño en no tener un accidente estúpido –había que evitar a toda costa pisar los hospitales– que mis manos comenzaron a llenarse de pequeños cortes, diminutas puertas por donde el virus podía ingresar a mi organismo y que yo iba tapando responsablemente con una serie de curitas de diferentes tamaños y formatos. Eran las últimas semanas del invierno y el alcohol en gel combinado con la sequedad del ambiente y el stress de estar experimentando finalmente el fin del mundo (donde la compra en el supermercado se había transformado en una película de zombies) solo podía augurar lo que no tardó en llegar: un incipiente eczema adornando homogéneamente mis nudillos, otra puerta de acceso al virus que procuré custodiar diariamente con abundante crema.

Pero no solo de contagios y peligros está hecho el mundo y el día en que decidí plantar unas flores y hundí este caballo de troya llamado manos en una bolsa de tierra, comenzaron a agolparse en mi mente algunas de las imágenes y palabras que, creo, mejor homenaje hacen a todas esas otras puertas que también abren las manos.

 

2.

“Dar la mano a alguien ha sido siempre lo que esperé de la alegría” escribe Clarice Lispector en La pasión según G.H., un libro capaz de iluminar cualquier túnel y ayudarte a pasar del otro lado. Y en las palabras de Lispector resuenan las de Paul Celan y esa famosa cita que surge de una carta a Hans Bender: “Sólo manos verdaderas escriben verdaderos poemas. No veo ninguna diferencia de principio entre un apretón de manos y un poema.” Aparece también la hermosa obra de Gabriel Orozco My Hands Are My Heart (Mis manos son mi corazón), un díptico fotográfico del torso desnudo del artista en el que las manos dejan al descubierto sus huellas sobre un corazón de arcilla que se confunde con ellas. Llegan las manos de David Lynch moviéndose frenéticamente y llamándonos, en ese movimiento, a preguntarnos por aquel campo unificado donde todo se origina. Y a las manos de Lynch les siguen las de Louise Bourgeois, no las suyas que esculpen, sino las esculpidas, las de aquellas series de manos que dan la bienvenida y ayudan (The Welcoming Hands). En la introducción a su libro sobre afectos y performatividad Touching Feeling, Eve Kosofsky Sedgwick, pionera de los estudios queer, establece la particularidad del sistema perceptivo que implica el sentido del tacto. Dice Sedgwick que, de un modo más inmediato que otros sentidos, el tacto vuelve absurda

cualquier comprensión dualista del par agencia-pasividad: tocar es siempre ya ser alcanzado, acariciar, sopesar, conectar, envolver, y es siempre también entender que otras personas o fuerzas naturales forman parte del mismo proceso.

 

3.

“Jim Bello, de 49 años y saludable, cayó gravemente enfermo, subrayando los agonizantes misterios del coronavirus. El infatigable esfuerzo de los médicos por salvarlo fue una montaña rusa de giros devastadores y triunfales”. Todo lo que faltaba de gancho en aquel titular del New York times: “32 Days on a Ventilator: One Covid Patient’s Fight to Breathe Again”, estaba ahí en ese copete. Tuve que seguir leyendo. El texto de la periodista Pam Belluck, publicado por el NYT a fines de abril, es una crónica detallada de la internación de un hombre cualquiera en Massachusetts, desde el momento en que es llevado a la sala de emergencias hasta que vuelve a su casa.

Luego de relatar el sinfín de intervenciones y maniobras médicas, el camino zigzagueante de prueba y error que atraviesa el equipo de médicos y el estado de desesperación al que llegan algunos de sus integrantes, leemos que Bello se encuentra ya al borde de la muerte. La Dra. Rubin, médica de cuidados intensivos y pulmonares, llama por teléfono a la mujer de Bello para sugerirle que visite a su marido esa misma noche, algo que, al parecer, le habían permitido solo una vez antes. Equipo de protección mediante, le dijeron que podría estar solo 15 minutos, pero la dejaron quedarse más de tres horas. «Estoy apretando tu mano ahora mismo, estoy sosteniendo tu brazo, estoy recostada sobre tu brazo, estoy tocando tu cabeza», le dice a su esposo y tres días después de esta visita una radiografía muestra mejorías en el pulmón izquierdo. Bello empieza a mejorar, al principio lentamente, y luego sorprendentemente rápido. El texto sigue así:

“Los médicos dijeron que no sabían por qué el Sr. Bello sobrevivió. Su mejor conjetura es el tiempo. Aunque en algunos casos, las probabilidades de las personas empeoran cuanto más tiempo están en un respirador, otros pacientes se recuperan después de largas intubaciones. Los médicos no saben si alguno de los medicamentos funcionó.

El Dr. Currier dijo que no le sorprendería que la visita de la Sra. Bello ayudara.

‘Ella estuvo allí durante tres horas junto a la cama’, dijo. ‘Estaba en su punto más oscuro en ese momento. No se puede subestimar la diferencia que hace algo así’.”

Estoy de acuerdo con Currier. No deberíamos subestimar esa diferencia.


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