En viaje hacia Chichicastenango (Parte I)
El amigo que por primera vez me habló de Chichi, como le dicen todos a Chichicastenango, me explicó su historia, que escuché con atención. Me habló de la corte de los Cakchiqueles y de los Quiches, de las luchas de los indígenas contra los conquistadores en un remolino de nombres imposibles de recordar. Lo que sí recuerdo es que ese fue uno de los pueblos que más sufrió durante la dictadura del feroz gobierno de José Efraín Ríos Montt en Guatemala.
A pesar de un ayer marcado por tanto dolor, los habitantes de Chichicastenango son afables, cálidos y propensos a la risa. Eso sí, ¡odian las fotos! Y pronto entendemos por qué.
El domingo los turistas llegan como un río de agua de otros colores, babel de idiomas y con una curiosidad casi enfermiza que les incendia la mirada. Se la pasan con los ojos pegados de cámaras y celulares. Inmortalizan frutas, verduras, objetos artesanales, animales y personas. Todos por igual son materia de atracción para quien quiere regresar a sus casas con pruebas de un pasaje entre las nubes.
Los click click click de las cámaras se repiten ad infinitum. Sin respeto ni pudor. Escudriñan con prepotencia rostros, invaden intimidades. Cada click tiene el poder de desdibujar la sonrisa de un rostro. Algunos alargan las manos para, cuanto menos, poner un precio a tanta irreverencia.
Antes de llegar al domingo, día del mercado, aprovecho para conocer cada esquina de esta ciudad que me atrapa, paseo por sus calles, restituyo sonrisas generosas.
Mi amigo me había aconsejado visitar el cementerio. La idea me pareció bastante bizarra. Sin embargo la sonrisa enigmática que acompañó un aún más enigmático: “Ya verás” fue suficiente para despertar mi curiosidad. Decidí ir superando el miedo de introducir tristeza en un viaje que había emprendido para recuperar la alegría.
Cuando llegué quedé encandilada por la profusión de colores. El cementerio de Chichi es multicolor, nada de blanco y negro, aquí la muerte es de colores. Tumbas, nichos, osarios, todo tiene una tonalidad distinta. Son manchas azules, rosadas, rojas, amarillas, blancas, que transforman la tristeza en paz y en alegría. La algarabía de la gente, los niños que juegan entre las tumbas, muestran la conexión serena, profunda de este pueblo con sus muertos y con la muerte en general. Me explicarán después que todos los cementerios mayas son igual de coloridos, que cada color está reservado a un difunto en particular y que las tumbas de los antiguos reyes mayas se distinguían por sus colores rojos. El rosado indica la tumba de las niñas, el azul claro las de los niños, el azul turquesa es de las madres y el amarillo de los abuelos.
Paseo largamente entre la muerte que se transforma en fiesta, cierro los ojos para respirar la paz del entorno, oigo las voces y las risas. Entiendo que aquí los difuntos se alejan pero no se van. Y me invade un deseo: ¡Quiero que me entierren en Chichi!
Ilustración por Tomás Id