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Sergio Marentes
Photo Credits: H.P. Brinkmann ©

Más sabe el mundo por viejo que por mundo

Hasta que apareció el huracán Irma en el Atlántico, o, mejor dicho, hasta que me enteré del mismo, el relato que escribía se titulaba así. Estaba a punto de terminarlo, quizás a un par de frases de la palabra fin, cuando vi en las noticias el especial y me detuve para quedarme a vivir el fin de semana en los boletines informativos de cada cinco minutos. No porque con mi televidencia pudiera hacer algo para detenerlo o para ayudar a los damnificados, sino porque todo lo que me contaban, guardando las proporciones, sucedía como en mi relato y, por tanto, me interesaba saber cuál sería la última frase, que es, como se sabe desde hace siglos, lo más importante de un relato. En mi texto, por cierto, Irma era una chica del caribe que, al regresar a la ciudad donde nació años atrás, se enfurecía y arrasaba con todo sin una razón aparente, acababa con todo su pasado y el poco futuro que la suerte le habría deparado, y los noticieros cubrían la noticia como si se tratara de algún fenómeno que por arte de magia aparecía y por arte de magia desaparecía y no de una consecuencia o, por lo menos, un reflejo del tiempo. Se veían valientes reporteros enfrentándola con el pecho de frente, irrespetándola, tan solo para hacerle alguna pregunta o con el fin noble de documentar su historia y nada más. Pero lo más curioso era que nadie había sido capaz de llegar al centro de sus intenciones, a la médula de su razón. El caso es que así pasé, como decía, un par de días esperando a que las noticias me dictaran el final de mi relato, pero no sucedió, ni hubiera sucedido jamás, porque el final de un verdadero relato no lo escribe otro sino nadie más que el lector. Entonces mi relato quedó huérfano de padre y, como su homónimo, a la deriva tierra adentro, internándose en el olvido de la inmediatez. Porque cambiarle el título y el contenido ya era convertirlo en otra cosa.

Al final, lo cuento porque ¿por qué no?, pasó lo mismo que en todos los cuentos: quien lo lee no sabe si lo que acaba de fabricar en su cabeza es inventado o descubierto, y por eso jamás se lo confiesa a otro.


Photo Credits: H.P. Brinkmann ©

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