Hace poco más de veinte siglos la gente parecía tan normal como ahora, pero, ya ven, el tiempo pasa tan rápido que da lo mismo escarbar en la historia de hace dos milenios, de hace veinte, ciento cincuenta o veinte minutos para darse cuenta de que siempre hemos estado tan locos como lo estaremos al terminar de leer esto. Y lo estaremos porque lo hemos estado siempre, porque es nuestro destino, nuestra propensión y, cómo no decirlo, nuestra cordura. Estar locos es nuestro polo a tierra en medio de esta tierra de cuerdos. Estar locos, por algo, por alguien, aunque sea uno mismo, es nuestro alimento diario y el que nos mantiene con vida hasta el día siguiente. Y todo esto, porque se contó en el periódico el día en que murió el dueño de la calavera que acaban de descubrir recubierta de fósiles calcificados, de hace unos ciento cincuenta mil años.
En principio, el arqueólogo a cargo pensó que se trataba del humano más viejo conocido por el hombre moderno. El primer loco de la historia. La primera víctima de la historia, sonriente como suele ser el loco feliz. Pero, a medida que desempolvó la joya, supo que ese hombre, o mujer, porque no se sabía todavía, murió de forma triste, o por lo menos estando triste. Lo supo porque, justo en frente, había un diamante, el diamante más valioso de la historia, el diamante más ignorado de la historia.
El arqueólogo entonces descubrió, o inventó, no lo sabemos, al levantar la última partícula de polvo que separaba la mirada del hombre del diamante, que no importa hasta dónde sea capaz de llegar nuestra curiosidad, porque nunca tocará fondo, a menos que se canse de ser lo que es y termine siendo la curiosidad de otro.