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Fabian soberon
Photo Credits: Susanlenox ©

Marlene Dietrich en Misiones

La lluvia crece como el peso de las valijas. El taxista es amable y silencioso. A veces dice algunas palabras en un inglés de exportación. Su lengua es una forma de extranjería perpetua.

Bajamos en el aeropuerto. Tenemos tiempo de sobra. Los cuerpos se cruzan como zumbidos veloces.

Cuando accedemos a la mesa de la aerolínea, nos damos cuenta de que no tenemos los pasaportes. Con el ajetreo, han quedado olvidados en un estante abarrotado de juguetes.

Cerca, en la fila, una señora alta, morena, habla castellano. Está con su hijo, un niño simpático que murmura alternativamente en alemán y castellano. Bruno se acerca y lo interpela.

Acordamos la operación de rescate. Mi esposa, presurosa, se sube a un taxi. Tendrá que atravesar la ciudad. Buscará los pasaportes y regresará como una heroína, victoriosa. Esa es nuestra ilusión.

La señora se llama Marlene y me cuenta que su familia vive en Misiones, Argentina. Imagino el calor abrasador y la selva insondable. El frío de Dusseldorf es lo contrario del calor misionero. El logos de Heráclito subyace en los contrarios.

Como la inigualable Dietrich de Sed de mal, Marlene narra cordial y pausada una historia familiar cargada de aventura: su tío cultivaba yerba mate hasta que se fundió después de unos años prósperos. Ella vivía con el tío pegada a las plantas y al olor inevitable. Con la crisis económica y filial, siendo muy joven, Marlene tuvo que irse y, por azar, se instaló en un pueblo cerca de Bonn, a miles de kilómetros de la selva misionera. Conoció a un joven arqueólogo que amaba las culturas precolombinas. Su educación lingüística estuvo signada por las conversaciones nocturnas sobre los indios áridos del norte y el sonido de la lengua en los capítulos en alemán del detective Columbo. Pienso que Marlene ha hecho una operación similar a la que ha hecho Wenders en su película Las alas del deseo. Aprendió la nueva lengua traducida por un inspector norteamericano.

Mientras la Marlene real desgrana los detalles de su incursión en los sonidos alemanes, veo el piano escondido de Sed de mal: la hermosa Marlene Dietrich en blanco y negro, en el sucio cuarto estrecho cerca del río oscuro, sonríe. El obeso Quinlan la desea como si fuera la flor marchita de un jardín nocturno. La Marlene real, la que está a mi lado, se ríe a pesar de los múltiples cortocircuitos en su historia pretérita. Y no sabe que yo estoy pensando en la otra Marlene, la inigualable figura fugaz hecha de celuloide. Ambas tienen una misión. La argentina me cuenta que su madre debe viajar sola hasta España. Y que está muy preocupada. La madre no está acostumbrada a volar solita. La otra Marlene seguirá hablando con Quinlan en ese cuarto infinito.

Bruno juega con Martin, el hijo de la argentina Marlene. Lejos del ajetreo y de los nervios, Bruno disfruta de unos instantes en castellano. A mi hijo no le preocupa la pronunciación exótica. Se entretiene como si estuviera en una playa del caribe.

Yo sigo el reloj como un maniático. Faltan cinco minutos para que el vuelo salga.

Denise está en algún punto incierto de la ciudad. Marlene me dice que a esta hora Düsseldorf hierve. Imagino el fuego entre las calles de los barrios antiguos, las bombas que estallan durante la guerra asoladora.

Bruno se ríe. Catalina corre entre los bancos.

Lentamente, la sala amplia se vuelve un desierto. La soledad gana la partida.

En el silencio abrumador, el avión parte puntual desde la pista húmeda.

Marlene me da su teléfono. Quedamos en vernos.

A los minutos mi esposa entra a la sala vacía, desolada.

Nuestro avión ha partido.

Marlene evoca, triste y curiosamente eufórica, las tardes perfumadas en los campos de yerba mate. Bruno y Martin corren, pletóricos, hasta el instante antes de que subamos al taxi que nos lleva de regreso al departamento.

Los aviones ascienden y se van. Nosotros los vemos desde la ventanilla ganada por la oscuridad. Tengo para mí (la expresión es un robo argentino) las noches infinitas en las que Columbo repite en una lengua áspera y dulce los crímenes irresueltos en un barrio de California. Las figuras se mezclan y se superponen en el recuerdo: Columbo es el joven arqueólogo teutón (el amor de la Marlene argentina) y este adquiere la fisonomía de un investigador ingenuo y bilingüe. En la noche alemana, las identidades se mezclan como los cuerpos que caen en el rio oscuro de Sed de mal.


Photo Credits: Susanlenox ©

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