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Mario Vargas llosa

Mario Vargas Llosa, duelo de un escritor peruano

El escritor llegó a Lima a las 9:15 p.m. del día martes 12 de Septiembre (1992). Su madre enferma murió ayer, el 13.

Regresó al Perú para ver a su madre enferma, agonizante. Ella se encontraba internada desde hace algunos días en la clínica San Felipe de Jesús María. Al día siguiente, a las 11:30 a.m., su madre, Dora Llosa de Vargas, muere de un derrame cerebral a los 78 años.

Dorita, como la llamaban sus familiares y amigos más cercanos, falleció rodeada de quienes más amó y también, por supuesto, de su único hijo, el célebre escritor peruano que rompió su prolongado exilio europeo para estar junto a ella, en sus últimos momentos.

Aquella mañana periodistas de todos los medios fuimos asignados a cubrir la noticia, quizás éramos más que toda la familia Llosa. La gran mayoría de política, pero yo me colé. Yo era periodista de la sección cultural y no me correspondía ir. Apenas dos años antes Vargas Llosa había estado compitiendo por la presidencia del Perú. Perdió y se fue del país. Y hasta el 5 de abril de 1992 mantuvo un absoluto silencio que rompió cuando vivía en Berlín, cuando Fujimori y Montesinos dieron el golpe de estado que iniciaría la última dictadura peruana del Siglo XX y la primera del XXI.

La misa fue en una iglesia de Miraflores y el entierro en los montes de La Molina. Vi al ex alcalde aprista Jorge del Castillo dándole el pésame, me sorprendió habiendo sido uno de sus grandes críticos, pero después vi a muchos más políticos y gente célebre del Perú, al escritor Niño de Guzmán que parecía ser su guardaespaldas, e incluso a alguna transeúnte consolándole. Luego, éramos una verdadera caravana de autos de prensa siguiendo el cortejo fúnebre, cruzando aquella ciudad gris y fría aferrada a su nuevo hombre fuerte, y a la que no regresaría en casi una década, ávidos nosotros de robarle al menos una declaración sobre el gobierno de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Había el rumor, incluso, que podía ser impedido de salir del país, quitársele la nacionalidad, porque se había vuelto el gran oponente del fujimorismo y uno de los hombres más odiados del Perú. Porque la dictadura era muy muy popular, porque el escritor tenía casi toda la prensa en contra, porque Vargas Llosa pidió que bloquearan toda ayuda y crédito al Perú hasta que cayera el gobierno, cuando nuestro país estaba completamente arruinado y acosado por la crisis económica y el terrorismo.

Pero pese a que éramos un verdadero avispero los periodistas, nadie, que yo sepa, se acercó a perturbar su dolor. Yo, al menos, recuerdo los rezos del cura, llantos y sollozos por allí y por allá, pero no de él, aunque su rostro era todo desolación, como de quien no quiere estar ahí, vivir lo que está viviendo, pero pese a eso, cuando el padre hizo y llamó a todos a hacer la señal de la cruz el agnóstico ganó: “En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo”; todos los Llosa y amigos de la familia lo hicieron -y hasta algunos periodistas, incluyéndome-, pero no Vargas Llosa, que observaba impertérrito y absorto el cajón de su madre.

Si existe un vínculo indestructible en nuestra personalidad es la relación que mantenemos con nuestros progenitores y con el hogar en donde nacimos y crecimos. Este vínculo se prolonga a lo largo de toda nuestra existencia como una sentencia de vida o muerte, según sea el caso, que podemos acatar o no, resignarnos a el o revelarnos, pero nunca escapar. La propia obra de Vargas Llosa está inundada de referencias de su niñez y juventud, como es el caso de La casa verde y Los jefes/Los cachorros, en donde rememora su infancia en Piura y Miraflores, cuando vivía en casa de su tío Lucho, años que según el escritor fueron los más felices de su vida, y sus palomilladas en el mismo distrito que despidió por última vez a su madre. O en La ciudad y los perros, crónica de aprendizaje literario y de vida, la de unos jovenzuelos obligados a estudiar en el colegio militar Leoncio Prado, como realmente le ocurrió, por imposición de Ernesto Vargas, su padre.

Ciertamente, toda la obra literaria de Vargas Llosa, por lo menos hasta La guerra del fin del mundo (1981), es tributaria de esta etapa de su vida. Para bien o para mal, el escritor asume su realidad, sus primeras experiencias y reflexiona en torno a ellas, las neutraliza en su dolor y frustración, les da una significación, y construye un “todo” autónomo y relevante, un todo que aborda la opresión del poder, la pulsión de la libertad del individuo revelándose contra el poder, la necesidad de asumir su libertad, de hacerse uno con la libertad.

A partir de estas vivencias, la creatividad y la temática de las obras de escritor se expanden y ya no sólo él y su entorno son las bases esenciales de sus historias, lo son también la vieja Lima de los años 50, la Universidad San Marcos, sus propias lecturas sobre el Perú y la peruanidad. Es un Yo que empieza un ritual narrativo casi en su propia cuna y termina arribando a nuevos territorios nacionales, trasnacionales y temporales. El propio Vargas Llosa ha dicho más de una vez que los escritores son como aves de carroña que se alimentan de la podredumbre de su sociedad. Porque esto es cierto, Vargas Llosa es voraz e insaciable.

Ejemplo de esto es sin duda Conversación en La Catedral, formidable novela política, inspirada en sus años universitarios y la dictadura de Odría, que se da abasto, además, para ser un retrato de época, de todas las dictaduras militares, de la complejidad y contradicciones sociales y míseras del Perú. Un Perú sin respuestas, como su propia novela, cuyos personajes deambulan por la vida casi siempre sin honor o nobleza, como borregos, como perros callejeros, y en donde incluso las preguntas son difíciles de formular, de concretar, de concebir, son hasta incomodas y es mejor no hacerlas, aunque se impone finalmente una sobre todas las demás, diríamos más bien sobrevive una, una que nos ha machacado desde entonces a todos los peruanos sin compasión, que resuena dentro de nosotros como un tambor indio, como cornetas militares, como campanadas de iglesia, y que parece contener a todas las demás, sobre nuestro país, sobre quiénes somos, sobre nuestros orígenes: ¿En qué momento se había jodido el Perú?

Lecturas de sus novelas hay muchas, propongo una en donde el papel de la mujer es secundario, ínfimo y frágil, o en el mejor de los casos, está supeditado al amor u odio de los personajes principales, siempre masculinos. Quiero creer que una excepción es Jurema, secundaria en la La guerra del fin del mundo, silvestre y pura, bella brasileña, pero también maltratada y ultrajada como todas las demás. Me enamoré de ella y la odié y la amé más porque perdonó y terminó casándose, por propia voluntad, con su violador.

No ocurre esto, por ejemplo, con Gabriel García Márquez, su eterno contendor literario, corresponsable junto a Vargas Llosa del Boom. En las novelas del Gabo, las mujeres juegan un rol esencial, son el sostén de la historia, tienen un poder sanador, son las grandes columnas de los teatros de la vida que permiten a los hombres hacerse hombres, protegidos y amados. Basta mencionar a Úrsula Buendía de Cien años de soledad, personaje sólido como una roca, de un temperamento reacio a las frivolidades, aventuras y utopías en que con tanta facilidad caían los Aurelianos y Arcadios Buendía.

Esta característica de la obra de Vargas Llosa no viene porque sí. Es, quizás, resultado de una concepción de la realidad donde apenas sobreviven los hombres, o estos, en su mayoría, son derrotados y consumidos por la opresión del sistema, y los pocos que valen la pena ejercen su resistencia nadando contra la corriente, perturbados y atormentados; mientras que las mujeres, casi todas, lástima por ellas, son sombras y víctimas, están quebradas. De una parte de él que seguramente permanece inconsciente y desconocida a su propio intelecto y creatividad. No significa, en absoluto, un destierro emocional del escritor a su madre, pero sí tal vez la continuación de un viejo trauma que nació en Vargas Llosa a los diez años, cuando Dorita lo llevó a conocer a ese señor que era su papá.

Su madre fue para el niño la imagen de la complacencia muda, del avasallamiento a una dictadura familiar de la que tantas veces ha despotricado el literato y de la que ha hecho su segunda misión en la vida, combatirlas, no darles un respiro, después de escribir. Fue la imagen del niño que tantas veces pidió a su madre huir del enclaustramiento brutal al que los había obligado el padre, ruegos a los que Dorita simplemente respondía, justificándole: “Es el carácter de Ernesto”.

Pero al menos ella sólo le falló, le falló amándole. Un niño sin padre, un padre como un mazo, un país sometido y violentado por las dictaduras y el terrorismo, con padres de la patria ausentes o encarnados en dictadores y políticos viles y cleptómanos, todavía, un país y un niño en busca de un padre redentor. Un escritor como padre de una nación.

En el primer párrafo de las memorias El pez en el agua, Mario Vargas Llosa escribió:

Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor. 

– Tú ya lo sabes, por supuesto –dijo mi mamá, sin que temblara la voz -. ¿No es cierto?

– ¿Qué cosa?

– Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?

– Por supuesto. Por supuesto.


Photo Credits: Blog de la Biblioteca Octavio Paz , Biblioteca del Instituto Cervates París. Cuarto curso de primaria del Colegio La Salle de Cochabamba, 1945. Vargas Llosa aparece el tercero por la derecha en la tercera fila. Carlos Carrasco el primero de la derecha en la misma fila.

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