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Fabian Soberon
Photo Credits: Axel Kuhlmann ©

Marcial y la frágil silueta de un revolucionario que se fuga

Una vez más, Marcial llega tarde. Suelen encontrarse en la esquina bulliciosa de La Ópera o en un cafetín de la Avenida Corrientes. Esta vez, se ven en la planta alta del bar de una librería.

Arturo no le pregunta por la razón de su demora. En realidad, no importa el tiempo cuando habla con Marcial. Con él, todo se esfuma como agua en el agua.

Hace calor aquí, dice Marcial, lento y sin prisa. Le cuenta que dicta varios talleres y que los alumnos, entusiastas, siguen las peripecias de los escritores cubanos, esos de los que les habla con pasión de entomólogo.

Arturo le dice que Cabrera Infante es el mejor. Marcial mueve la cabeza. Arturo le dice que si no estuviera Borges, Cabrera sería el gran prosista de la lengua española. Marcial relata una historia truculenta sobre la hija de Cabrera y la madre y Arturo se queda pasmado.

Por el oprobio, deciden ir a otro bar. Mientras recorren la avenida, Marcial habla como el secretario perfecto de un historiador latinoamericano. Las mil historias que narra tienen el humor y el desenfado que recorre sus novelas. Sin prolegómenos, Marcial recuerda que alrededor de la casa de Gobierno, en La Habana, nadie puede entrar.

Arturo le pregunta por la razón de esa prohibición.

Toda tiranía o régimen autoritario necesita del misterio. El misterio es muy efectivo, agrega Marcial.

Las altas torres de Belgrano los vigilan. Están rodeados de cientos de personas que caminan como ellos.

Entran a un bar neblinoso y amable. Piden una cerveza. Marcial sonríe y el alcohol es un lenitivo.

Castro murió en su cama, sentencia Marcial.

Que un revolucionario muera en su cama no habla bien de él, dice Arturo.

Marcial solo mueve la cabeza.

El Che tuvo mejor suerte, dice. Murió joven.

¿Qué hubiera pasado si seguía viviendo?

El Che se fue a Bolivia y murió como un héroe, agrega. Eso estuvo bien. Pero dicen que era difícil, que cuando alguien no hacia bien las cosas les quitaba la comida, los castigaba con la escasez.

Tremendo, murmura Arturo.

Al rato, Arturo mira el reloj y le pide que se vayan.

Salen del bar. La tarde bulliciosa estira sus brazos violáceos en el horizonte de cemento.

Suben al subte.

Marcial le toma una foto con las vías de fondo. Arturo está solo. Marcial es el fotógrafo. No aparece. Hay algo insólito en esa imagen. No da cuenta del encuentro. Es como si la conversación estuviera fuera de campo y la foto fuera una mínima concentración del olvido. Esa imagen será una prosa muda para nadie.

Viajan en silencio.

Sin previo aviso, Arturo le dice que Castro fue un revolucionario que se fugó, que huyó de los actos viles de la vida, que la muerte le ayudó a perderse.

Marcial sólo mueve la cabeza.

El murmullo silencioso se expande en el mundo subterráneo.

Arturo recuerda que Marcial vivió en Jujuy, esa provincia del norte polvorienta y ufana, la más cercana a los pueblos aborígenes. Arturo imagina que Marcial se sentía más cómodo en los pueblos ruinosos y melancólicos, que caminaba solo, que miraba los cerros y que cuando observaba a los habitantes solitarios y orgullosos de la Puna recordaba los personajes díscolos de la novela La catedral de los negros.

Marcial saca el celular y atisba las fotos solitarias del andén. ¿Qué esconden esos rectángulos digitales? Arturo espía y Marcial lo mira, incrédulo. Ambos han hecho confesiones soterradas entre la cerveza y el humo del bar, entre el pasado borroso y el futuro esquivo. Ambos han sonreído vanamente y han creído que pueden vencer a la muerte. Ahora son dos amigos que se despiden. Y el adiós es un viento que se desploma en el vacío. 

Marcial le dice que antes, en los sesenta, los escritores tenían un destino trascendente y que ahora nadie trasciende, que los escritores son poca cosa, un punto más en el desierto.

Quizás eso sea mejor, agrega Marcial, y una zozobra recorre como fantasma el vagón atiborrado de autómatas que no desmerecen su condición de apéndices electrónicos. Arturo asiente, piensa que Marcial acierta y que esa sencilla constatación vuelve al mundo un lugar menos acogedor y que les quita un peso de encima. Cree que, al fin de cuentas, solo se trata de convivir con la intemperie.

Mientras la voz metálica de la mujer anuncia la siguiente estación de subte, Marcial se levanta y le da la mano fría y oscura. Arturo lo mira y le promete un nuevo encuentro en la neblina del bar.


Photo Credits: Axel Kuhlmann ©

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