Lo vi tirado en la acera al lado del parque Prospect en Brooklyn. Vestía ropa sucia y había una botella de ron semivacía a su lado. Al principio pensé que era otro indigente dormido, como tantos en esta ciudad de unos pocos millonarios y ocho millones de trabajadores que se las ingenian para sobrevivir, cada uno a su manera. Pero entonces lo vi moviéndose. Estaba de espaldas intentando levantarse pero no podía. Movía las piernas y las manos pero no lograba incorporarse. Parecía una tortuga de espaldas sobre el caparazón.
Me acerqué y le pregunté en inglés si estaba bien. Le sorprendió mi pregunta e intentó concentrarse, enfocarse. Logró sentarse y me extendió la mano mientras me hablaba. Entonces lo miré bien. Tenía un solo diente, una capa de mugre neoyorquina recubría su piel blanca, una herradura de cabello canoso rodeaba su calva y surcos profundos le daban textura de labrado a su rostro, sobre todo en la frente. Le calculé sesenta y cinco años, arruinados por el alcohol.
Ebrio, mascullaba palabras incoherentes. Yo no le entendía pues estaba intentando interpretar sus palabras en inglés hasta que comprendí que me decía «Papi» en español con acento caribeño, quizá puertorriqueño. Hablaba y me extendía la mano y yo sólo le entendía «Paapi», así, cantadito. Pero se quería levantar. Una vecina que paseaba a su perrito vestido con suéter pasó a nuestro lado y siguió de frente. Le di la mano y al primer tirón subió cuarenta y cinco grados pero casi se va de espaldas y me bota a mí. Lo sostuve y al segundo jalón logré terminar de incorporarlo. Pero él no podía caminar solo. Le dije en español que fuéramos a la banca y lo llevé de la mano caminando. Lo senté. Me hablaba. Entendí «Gracias» y «Papi». Señalaba la botella. Vi que se le había caído el reloj al lado del ron. Le traje el reloj pero le dije que se quedara allí sentado. La botella la dejé junto al basurero. Se quedó en la banca hablando solo pero vi que no se caería ni se levantaría por un rato.
Seguí mi camino a mi cuevita. Era un sábado invernal por la tarde. Dormí. Me desperté aún triste, con desazón y un vacío en medio pecho. Me acordé de la sensación táctil de haberlo tomado por su mano callosa, fría y pegajosa. Pensé: «¿Qué más pude hacer? ¿Debí comprarle comida? ¿Llamar al 311 y llevarlo a un albergue?» Me abrigué y regresé al parque, a la intersección de la calle 13 con Prospect Park West. Él ya no estaba, ni su reloj, ni su botella de ron junto al basurero. Sólo encontré la banca vacía frente a las mansiones con vista al parque y el viento invernal llorando su lamento por entre las copas de los robles.
Photo Credits: Tom Page