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fabian soberon
Photo by: Christopher Sessums ©

Manfredo

a Héctor Manfredo, librero

Él llega en bicicleta al edificio que parece un hospital. Trabaja en una librería de madera ubicada en el pasillo central de la facultad. Estaciona su bicicleta, le pone una cadena y se instala en el interior del habitáculo. Saca algo para tomar –imagino que se prepara un café o que lo compra en el bar– y desde allí conversa con un estudiante de historia que trabaja como albañil. El muchacho es tranquilo y es mi amigo por esos años. Escucho que le pide a Manfredo un libro de Jacques Le Goff. Para mí, y para muchos estudiantes, la librería instalada en el pasillo bullicioso es una parada feliz en los recreos, entre clase y clase.

El amigo albañil me dice que los intelectuales no saben lo que es sudar bajo el rayo de sol. Lo escucho atento y no digo nada. Después me dice que está cansado y que desde hace un tiempo tiene un objetivo fijo: recibirse. Ese día, frente a Manfredo, me cuenta sobre su última tarea en los andamios y recuerda algunos aportes de la Escuela de los Anales a la historiografía contemporánea.

Manfredo atiende la charla y cada tanto interviene. En un momento me distraigo. Veo la tapa de la primera edición de Crítica y ficción, de Ricardo Piglia, la de editorial Fausto. La compro. Y guardo esa escena como un rito de iniciación. Por esos años la adquisición de libros está condicionada por los escasos billetes del sueldo como ayudante estudiantil.

Cerca del mediodía entro a la clase de Ética, que dicta la profesora Marta Mateo. Aún no sé que ella será encontrada muerta, sola, en su casa y que sentiré un revólver en el pecho cuando entren a robar en mi casita.

Por la tarde, después de la merienda, veo que Manfredo acomoda los libros. Es como un cuidadoso ajedrecista que mueve sus piezas con paciencia. Acaricia los libros y suelta su voz grave y potente: dialoga con los eventuales caminantes del pasillo principal de la facultad.

Más tarde, cuando la noche llena de sombras el jardín exterior, el hospital convertido en facultad es un desierto. Me quedo hasta el último minuto revisando algunas tapas. El amigo albañil se ha ido.

Manfredo guarda los últimos volúmenes y cierra el local. Se sube a la bicicleta. Caminamos juntos hasta la salida.

Solo el sereno camina por los túneles blancos. Manfredo arranca y me saluda desde su vehículo liviano. Su silueta lenta se pierde en el parque penumbroso.

Después, subo al colectivo con la esperanza de leer bajo el amparo amarillento de la luz, mientras las ventanillas vibran en las calles polvorientas de Villa Muñecas.


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