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Fabian Soberon
Fabian Soberon

Mañana en el cielo pensaré en las ruinas anónimas

La noche cubre con su manto indeleble el umbral. Salgo al patio interno y veo las últimas sombras entre las gotas en el piso. Es la tenue y grácil madrugada.

Llueve. La lluvia es simple y diáfana en las calles de Roma. Es la lluvia que cae sin porqué.

Tengo en mis manos las llaves del departamento alquilado. Sé que si dejo las llaves y cierro la puerta quedamos afuera para siempre. Y ese mínimo gesto es el inicio de la partida.

Por eso miro, a través de un mínimo hueco en el techo, el cielo encapotado. Y quiero ver, detrás de las nubes, las estrellas ausentes.

Reviso el sol en la cara, las caminatas por el Vaticano, las abovedadas y múltiples cunetas de la Sixtina, las columnas repetidas, las veredas estrechas, las grietas en el polvo.

Tengo conmigo las caras de mis hijos antes del agua que cae, prístina y circular, en la Fontana di Trevi.

Los pasos en falso, las risas inútiles, las fachadas inmortales, los restos de mármol extinto: todo conspira para que el tiempo se lleve lo que es pasado y deje un fulgor inseparable y perdido. El futuro no es nuestro, escribió, insuperable, Epicuro. El pasado tampoco.

Eso que miro en el hueco del techo, en el cielo, es un rastro de lo que ya no es.

Vuelvo a la puerta. Entro. Les aviso a los chicos y a mi esposa. Están medio dormidos, pero listos. Salen del departamento. Me esperan en el último rellano.

Saco las valijas. Miro el pozo de nube en el techo. Una película muda se arremolina, sagaz, en el instante.

Entro y apoyo en la mesa las llaves del departamento.

Tranco la puerta. Sé que es el final.

Mañana en el cielo pensaré en las ruinas anónimas.

Roma ya es una sombra blanca en mi corazón.


Photo Credits: Dania Do Svidaniya

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