Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Mamá

La calle estaba desierta. Eran las seis de la mañana. Llovía intermitentemente. Mi abuelo se levantó ese día más temprano que de costumbre. Tenía una cita pendiente. Lo esperaban, ansiosos y eufóricos, los empleados del ferrocarril. Se encontraron en una calle del centro de Güemes, en Salta.

Caminaron todos juntos. Arrancaron las ramas secas de los naranjos y ensuciaron las calles con panfletos inflados de letras insultantes. Pintaron las consignas que repetían desde hacía meses en contra del gobierno y juntaron firmas entre los que caminaban hacia sus trabajos.

A las ocho improvisaron un palco con unas tablas que habían traído de la estación de ferrocarril. Mi abuelo se paró en las maderas resbalosas. Tenía en sus manos blancas y rosadas -porque mi abuelo era un gringo, decían los empleados del ferrocarril- un papel con unas cuantas palabras improvisadas.

En la escuelita del pueblo salteño, los niños cruzaban, en silencio, el patio. Con las chuletas y los aritos de siempre, mi mamá iba entre las niñas de la escuelita. Por la radio habían anunciado que había fallecido la jefa espiritual de la nación. Mi mamá no entendía nada.

Mi abuelo ya había salido para la cita con los empleados del ferrocarril. Las maestras se acercaron a las niñas y les colocaron una cinta negra en el brazo derecho. Una maestra rubia, con el rodete fijo, a la moda oficial, se acercó a mi mamá y le colocó la angosta cinta negra en el brazo.

Mi abuelo era el delegado del gremio del ferrocarril. Los empleados lo habían elegido por unanimidad. Había sido perseguido por los peronistas y había gritado, en vano, en muchas otras oportunidades frente a los que no lo escuchaban.

Se paró en las maderas resbalosas y húmedas. Tragó saliva. Dijo algunas frases y recibió el aplauso caluroso de sus compañeros.

Mi abuelo era un hombre de pocas palabras. Generalmente escuchaba. Cada vez que hablaba lo hacía para acabar con el contrincante. Mientras el otro improvisaba los clichés del discurso oficial, su cara, que ya era blanca y rosada, se iba poniendo de un color rosado oscuro, casi violáceo, hasta llegar al rojo. Los ojos le brillaban como dos linternas en la noche negra y al final, después de que la saliva se dispersaba a través de los labios enemigos, su boca lanzaba ese conjunto de sílabas que parecían un proyectil preparado durante años.

El grito estridente de una trompeta inundó el patio ajedrezado de la escuelita. La directora pidió un minuto de silencio. Sólo el canto de un pájaro interrumpió el gesto obediente de todas las escuelas del país. Algunas risas inocentes revolotearon en el aire. Una de esas risas era la de mi mamá. Ella le pellizcó la cara a la compañera y ésta le hizo cosquillas en el brazo. Mi mamá se rió y se tapó la boca. Pero no fue suficiente. El sonido agudo de la risa sobrepasó la mano que había puesto mi mamá y se dispersó en el patio lúgubre de la mañana. La maestra con el rodete rubio se acercó a mi mamá y le dio un coscorrón.

Mientras mi abuelo decía su discurso, un hombre se subió al palco mojado y le dijo unas sordas palabras en el oído. Sorpresivamente, mi abuelo interrumpió lo que estaba diciendo, miró a todos los asistentes y gritó con todas las ganas del mundo: ¡ha muerto Evita! Inmediatamente, todos los obreros festejaron. Mi abuelo tiró el papel con las escasas palabras, bajó el brazo, entresacó el revólver guardado en el pantalón e hizo un tiro que se estremeció en el vacío. Luego dijo: viva la patria.

La niña que era mi mamá lanzó, en el patio ajedrezado, un grito de dolor. Aunque el coscorrón no había sido para tanto, su voz atravesó los oídos de las maestras. Guiada menos por el dolor que por el capricho, gritó como si el pellizco hubiera sido un corte en la oreja.

El tiro en el palco se perdió en el cielo nuboso. Nadie sospechó ese día que el tiro de mi abuelo coincidió, en el instante preciso, con el grito de mi mamá en el patio de la escuelita del pueblo de Salta.


(Fragmento de Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez, Ed. Culiquitaca, 2013)

Photo Credits: Víctor Santa María

Hey you,
¿nos brindas un café?