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Naida Saavedra

Maldito pez

Entró disparado sin saber por qué. Se sentó en la punta de la cama, se quitó los zapatos y notó que estaban completamente mojados. Las medias estaban empapadas y olían rancio. Algo no estaba bien. Sintió un mareo, por lo que decidió levantarse de la cama y dirigirse hacia la nevera. Siempre que la debilidad se apoderaba de su cuerpo, agarraba el frasco de mermelada y sacaba una cucharada para devorarla. El azúcar inmediatamente le hacía regresar a la normalidad. Lograba volver a sentir los brazos y piernas, lograba permanecer consciente y no desfallecer.

Respiró profundo, comprendió que ya lo peor había pasado, pero no atinaba a recordar qué cosa había ocurrido. Fue al cuarto con intención de meterse bajo las cobijas. Tenía frío. Repentinamente se dio cuenta que andaba descalzo y no comprendía por qué no tenía medias puestas. Empezó a explorar con la vista toda la habitación y divisó las medias tiradas. Parecían mojadas, escurridas. No entendió nada. Le dio miedo. Se acostó; se arropó sin quitarse la corbata. Sintió que unos ojos lo miraban fijamente así que volteó la cabeza. En efecto, allí estaban, un par de ojos mirándolo sin pestañear. Un pez lo veía a través del vidrio de una pecera que descansaba sobre su mesa de noche. El pez movía la boca viscosa emanando burbujas que rebotaban contra el cristal. Se quedó atónito. ¿Cuándo había comprado él un pez?

Al moverse de nuevo la corbata le rozó la cara. La tocó, percibió la suavidad de la seda, olió el aroma a ropa recién comprada. Pensó que a él nunca le habían gustado las corbatas. Cerró los ojos para no pensar más. No quería volverse loco. La incertidumbre, ese sentimiento de no conocerse a sí mismo lo carcomía.

Volvió a sentir unos ojos mirándolo y pensó en el pez. Maldito pez. Abrió los suyos y se encontró los de ella frente a frente. Estaba despeinada, hermosa, risueña. Al verla frente a él, se estremeció de susto. Ella, de forma muy natural, lo saludó con la mano, una sonrisa y un buenos días lleno de alegría. La vio pararse de la cama. Llevaba un bikini de encaje y una franelilla blanca de tela muy suave que dejaba entrever su silueta. Observó cómo se estiraba, cómo se masajeaba el cráneo, cómo bostezaba perezosa. Bella. La siguió con la mirada mientras hacía ejercicios para el cuello, se doblaba para tocarse la punta de los pies y finalmente se dirigía hacia a la puerta para salir de la habitación.

Quiso llamarla para preguntarle qué había pasado, por qué se sentía como embotado, ahogado, con la boca pastosa y despojado de todo. Las palabras no le salían, los sonidos no se oían. Trató de cerrar los ojos para volver a pensar y no pudo. Cerrar los ojos parecía ser imposible. Buscó la corbata pero se dio cuenta que las extremidades no le llegaban al cuello. Quiso saltar de la cama mas todo lo que hizo fue escabullirse entre corales enanos y algas hechas de plástico. No lo dudó más, se dispuso a perseguirla a ella para implorarle que lo sacara de aquella ansiedad. Sin embargo, lo único que consiguió fue tropezarse con el buzo diminuto anclado al piso de piedras y ver cómo las burbujas que producía su propia boca se acumulaban adheridas al cristal.

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