El río Tempisque cabrillea bajo la luz del atardecer cuando lo atravesamos en dirección al poniente, de Abangares hacia Nicoya.
La intensidad de sus resplandores dorados continúa deslumbrando nuestras pupilas por largo rato, mientras nos adentramos en territorio chorotega, en el límite septentrional de la Mesoamérica prehispánica.
La percepción dorada persiste incluso cuando ya miramos los verdes del bosque tropical seco—tonos frescos, renacidos con el follaje que ha brotado desde el inicio de la estación lluviosa.
Dos días después, cuando lo atravesamos hacia el oriente, el fluir encrespado del gran Tempisque guanacasteco ofrece destellos plateados a nuestra vista. Intensifican el blanco de las garcetas grandes (Ardea alba), posadas como ángeles de la guarda en los árboles de la ribera.
La suavidad de esos resplandores metálicos continúa acariciando nuestra vista en el trayecto de vuelta a nuestro valle, a casa en San José, antiguo territorio huetar.
Intensidades doradas que nos deslumbran, suavidades plateadas que nos acarician: regalos del Tempisque a quienes lo observamos con sensibilidad amorosa en la luz vespertina.
Photo by: Julián Iglesias ©