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roberto cambronero
Photo Credits: Mike Durkin ©

Lunas de sangre

— Yo me quiero ir de aquí, — dice, sosteniendo el trapo con el que acaba de       limpiar las machas de café, viendo hacia los lados insegura, que no la escuche su patrón.

Regresábamos de Puntarenas por la Ruta 27, lo más temprano posible porque era lunes. A mi tantos escarpados, cañones, accidentes geográficos y tanto, pero tanto calor me hacen pensar, quién sabe porqué, en Pangea. Paramos a desayunar entre los tráileres del parqueo en este restaurante de carretera, donde uno se sienta en bancos de troncos o travesaños. Por comodidad, elegimos los travesaños.

— Ya no aguanto más, y sobre todo por mis hijas, — sigue, agarrando los platos con sobras de huevos revueltos encebollados y gallopinto, uno encima del otro y aún así fijándose que nadie la escuche.

Atrás, en una malla, están alineados un par de ídolos precolombinos que parecen tener cráneos de alienígenas. Su tenencia no debe de ser del todo legal pero, ¿qué se va a hacer? En estos lugares, cualquier agente del orden civil, sea del Ministerio de Trabajo, de la Municipalidad, el Ayuntamiento, cualquiera, va a ser recibido con escopeta o con un soborno.

— Nos hacen trabajar trece horas.

El viento sopla, es enero y los suelos están secos, los arroyos se convierten en hilos polvorientos entre piedras calientes y los zacatales se chamuscan. Ayer vimos como el mar se llenaba de crestones blancos por las ráfagas, como si estuviera germinando algodón salado.

— Le pedimos turnos de ocho, — deja los platos en la mesa: de verdad quiere sacarse eso del pecho, pienso que se le va a quebrar la voz pero no pasa, — lo  normal, pero no le da la gana.

Anoche nos recostamos en tumbonas, con el olor residual del asado que nos cenamos, el cloro y fijándonos que no se nos subieran los ciempiés (diminutos como pulgares) que invadieron la casa. La luna, como a eso de las nueve y media, se empezó a ensombrecer. Mirá esas nubes, me dijeron señalando un cúmulo debajo de la luna, tienen cara de diablo. Pensé que no hemos avanzado mucho desde los antiguos egipcios: creían que los eclipses eran causados por un dragón y hacían ruido para alejarlo. Todavía tenemos esa zozobra primitiva. Todavía buscamos señales de Armagedón.

— Tengo dos hijas y a la grande no pude cuidarla,— suspira, se pasa el mismo trapo que usó en la mesa para quitarse el sudor de la frente,— así que se me hizo malcriada.

Durante el eclipse, me puse de pie, descalzo sobre el concreto arenoso y cuando me apoyé sobre la baranda de tubo redondo, tomé consciencia de que todos los tejados, terrazas, árboles de balsa, parqueos de grava, antenas y escaños barnizados se estaban moviendo, subiendo en el vacío del espacio, para darle esa sombra redonda a la luna. Como si estuviéramos todos subidos en un juego mecánico.

La sombra se tiñó de rojo, parecía un Marte hinchado asomándose sobre la costanera y los veleros.

— No quiero que me pase lo mismo con la chiquita, tiene ocho y me resiente que no pueda verla.

Hay una pausa, nada más que decir, el patrón va entrando, sonriendo a los clientes. Solo se me ocurre preguntar una cosa.

— ¿Y el eclipse? ¿Lo vio?

— Ah, no, llego a la casa de noche, acuesto a mi chiquita, me tiro a la cama y caigo como si estuviera muerta.

Hay vidas en las que no hay ánimo para lunas de sangre. O, mejor dicho, trabajos que dejan vidas sin el ánimo para lunas de sangres. O, para ponerle rostro humano, patrones que exigen condiciones laborales que extinguen todo ánimo.

Agarramos la autopista antes que las presas se volvieran insoportables, aunque el viento empujaba de vez en cuando con unas ráfagas de tifón que parecían descontrolar el carro. Después, solo falta llegar al puente ferroviario oxidado que está suspendido sobre Río Grande. Ahí uno ya sabe que se está acercando a la casa.


Photo Credits: Mike Durkin ©

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