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esteban ierardo
Photo by: Cristian Roberti ©

Luis Viale, un náufrago del Río de la Plata

En otras épocas, los barcos que dejaban un puerto eran serios candidatos al naufragio. A las 18:00hs del sábado 23 de diciembre de 1872, el vapor de pasajeros América elevó anclas en el puerto de la ciudad de Buenos Aires. Iniciaba un nuevo viaje hacia Montevideo, Uruguay, a través de las amplias aguas del Río de la Plata.

Muchas personas relevantes de la burguesía y aristocracia de la capital argentina, navegaban en el vapor. Entre ellos, estaba Luis Viale, de alta figura, frente ancha, barba levemente rubicunda, cabellos y ojos negros, y mirada despierta. Fue unos de los fundadores del prestigioso Hospital Italiano y del Banco de Italia, en Buenos Aires; exitoso comerciante radicado en la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, en la que fundó una «Sociedad de Socorros Mutuos» de la colectividad italiana, y fue también miembro de la masonería local “Unión y Amistad”.

Quienes lo conocieron destacaron luego su modo de ser sencillo, cortés y educado. El día de la partida se aprestaba a subir al vapor
Villa del Salto, pero el encuentro con un amigo le persuadió de cambiar pasajes por el vapor América. La aparente casualidad, el telar del destino desplegando sus hilos, antes de que Viale subiera a la cubierta del América, un palacio flotante de más de mil toneladas, y con 18 nudos de velocidad.

Algunos precedentes prefiguraban la acción del futuro náufrago. Una vez, al caminar por el muelle de Montevideo, vio a un desgraciado ahogándose. No lo dudó, y se lanzó para socorrerlo. En 1871, la fiebre amarilla, una devastadora epidemia, infectó de muerte la ciudad de Buenos Aires. Casi todos escapaban del monstruo de la peste, pero él estuvo entre los pocos que se ofrecieron como voluntarios para asistir a las víctimas abandonadas en casas húmedas y oscuras.

El vapor América navegaba hacia su destino junto al Villa del Salto.

El comandante del América, Bossi, estaba empeñado en llegar antes a Montevideo. Por esa absurda obsesión, sobre exigió a las máquinas. Fue advertido, pero respondió: “Yo sé lo que hago”. Uno de los pasajeros, que advirtió la sobrecarga en las calderas, supo que se aproximaba un desenlace inevitable.

La jornada de navegación atravesó la medianoche. En el cielo nocturno, las remotas estrellas titilaban indiferentes.

Entonces, en la noche crujió una gran explosión.

El comandante trató de traer tranquilidad: solo se trata de unos tubos, por lo demás, el barco está intacto, aseguró. Pero sus palabras no coincidían con la realidad. Al estallido le siguió el fuego; y las llamas impusieron su verdad, e incineraron los botes salvavidas.

Luego de unos minutos, sin dudarlo, el capitán se hizo de su salvavidas y se arrojó al río, con parte de su tripulación, sin socorrer a los pasajeros. El pánico lo abrazó todo. Pocos tuvieron la claridad para buscar los salvavidas en sus camarotes. Un pasajero, el señor Rolh, el que había advertido el esfuerzo de las máquinas sobre exigidas, con toda serenidad colocó a cada miembro de su familia un salvavidas, y luego se arrojaron al agua. Otro pasajero, llamado Darío Beccar, puso un salvavidas a su esposa y su niñera. Un desesperado, por salvarse a toda costa, con un puñal en mano lo agredió para arrebatarle el salvavidas. No lo consiguió, y el agredido saltó con su hija en brazos al oscuro río. Pero la debilidad que le ocasionó la herida le impidió seguir aferrando a la niña que desapareció en el agua mortal.  Y su mujer no pudo saltar, y quedó atrapada en el navío colapsado.

Una mujer llamada Carmen Pinedo del Pont, flotaba junto a su marido, sin salvavidas. Su desesperación y dificultad para mantenerse a flote anticipaba su inminente ahogo. Carmen intentaba ayudar a su esposo que empezaba a ceder aquejado por insipientes calambres. Luis Viale se había arrojado con su salvavidas. Flotaba cerca, y al darse cuenta del cercano hundimiento de la mujer, no dudó en sacarse su salvavidas y entregárselo. Poco después fue tragado por las olas.

Raudo, el Villa del Salto acudió al rescate.

Salvó a muchos, cuando ya 141 personas habían conocido el final al quedar atrapados en el barco siniestrado, o al ahogarse en las frías aguas del río más ancho del planeta. El comandante Bossi fue salvado y puesto en el camarote del comandante John Morse del Villa del Salto. El resto de la tripulación, que se buscó salvar a sí misma antes que a los pasajeros, terminó en una cárcel común.

La actitud del comandante degradaba el código ético de los hombres de mar. El estúpido capricho de llegar primero, y la preferencia por sí mismo antes que por quienes navegaban bajo la bandera de su protección. La ignominia antes que la nobleza de espíritu. La noticia de la actitud contraria, el conocimiento del sacrificio de Viale, condujo a una recaudación de fondos para su recuerdo a través de un monumento que ahora ve el Río de la Plata, desde la costanera sur en la ciudad de Buenos Aires.

Karl Jaspers, el filósofo y psiquiatra alemán, escribió sobre las “situaciones límites”, momentos excepcionales de presión y tragedia en el que realmente aflora lo que es una persona.

Y cerca ya de la mordida de la muerte, un náufrago flotaba en su “situación límite”, y no dudó en entregar su única esperanza de supervivencia, y en ahogarse entre las olas. El ejemplo de que el altruismo no siempre es una impostura, una palabra abstracta o falaz, sino que, a veces, es la elección a favor de que la respiración de otras vidas continúe, aun a condición de la pérdida de la propia.


Photo by: Cristian Roberti ©

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