Lucrecia está cansada, viene del consultorio. Unos pacientes molestos no la dejan relajarse. La llaman por teléfono, la acosan con preguntas imprudentes pero Lucrecia defiende su profesión. Para ella, la medicina es un oficio.
A veces, en un gesto incomprensible, se refiere a mí en tercera persona. Dice, al lado mío, por ejemplo: Serna es un tipo duro, ególatra, pesimista. Cree mucho en sí mismo y descree del mundo.
Cuando habla así, es como si estuviera escribiendo su diario. Lucrecia parece una máquina. Aunque sé que me tiene cariño, me pongo nervioso al escucharla. Saco el cigarrillo y escupo ese humo blanco torcido, envenenado, y ella empieza con el tema del pulmón. Dice: Serna se morirá de cáncer.
Es cierto, pienso, tiene razón. Pero, ¿qué importa la causa frente al inevitable fin? La muerte llegará igual, no será bienvenida pero llegará como llegan la lluvia o el tedio.
Lucrecia se sienta en el sillón rojo, cómodo, ese que está al lado de la mesa chica, baja. Mira hacia el ventanal y deja de mirarme. Cada vez que aparta la mirada, entro en crisis. Dependo de ella, sé que ella es la que me empuja a seguir.
Se queda con los ojos en el ventanal. Y escucho su voz: Serna se retira del mundo, sólo se dedica a pensar y a practicar boxeo. Luego vuelve sus ojos hacia mí, posa sus estañas en mi cara. Siento el roce tímido de las pestañas. Lucrecia pregunta: ¿Cómo te fue en el gimnasio?
Le he dicho que no voy al gimnasio pero algo raro pasa con su mente. Cuando habla en tercera persona es como si fuera otra.
Le digo que estoy en mi mejor momento, le miento. En el fondo, ella se da cuenta, sospecho. Lucrecia es más inteligente que cualquiera. Tiene un cerebro insuperable pero está dedicado al mundo práctico, a la ciencia, al saber hacer. En los últimos tiempos pasa de la primera a la tercera persona sin explicaciones. No sé qué ocurre. Es como si quisiera evadirse. Dice: Serna me busca por las tardes en el horizonte. No puede superar la falta de madre. La madre se fue y él no lo soporta. La madre es un espíritu que lo atosiga. Los hombres que viven así son todos insufribles.
Yo la miro y no la encuentro. Está en otro lugar. De repente se conecta con el presente, supongo. Dice: ¿a quién viste hoy en el subte?
El subte es mi refugio. Construyo ficciones en el subte. No veo a nadie, cada uno es una isla, un oasis, una oportunidad de aislamiento.
Lucrecia va a la cocina, abre una ventana pequeña. Escucho el chirrido de los goznes. Lava las tazas, unos platitos y prepara café y tostadas. El olor a pan que se quema y las tostadas crujientes atrapan mi cuerpo. ¿Qué otra cosa somos sino cuerpo que desea? Lucrecia trae las tostadas y las tazas de café. Coloca las cosas sobre la mesa. Toco su mano apoyada en el hule y ella esquiva el roce. En cierta medida, yo disfruto de la vacilación.
Me habla de los pacientes, de este, de aquel, de los malestares. No puede salir de su consultorio. Le digo que el ser humano es una cabeza conectada con la eternidad y metida en un grano de polvo. Ella se ríe, se ríe para no enojarse.
Dice: Serna es un filósofo con sueño. No soporta la enfermedad. La filosofía es una estrategia para evadir el dolor.
Es tarde ya y me canso del cambio de los últimos tiempos. Le digo que debo irme, que tengo tareas pendientes. Sé que ella comprende que no es cierto pero no dice nada. No me pide que me quede. Se acerca y me besa en la mejilla. Detesto cuando hace eso. Para defender mi deseo, le doy un beso en los labios y siento la humedad en la piel. Me quedo con esa sensación. Alabado sea Condillac, el único cura que pensó bien.