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Dinapiera Di Donato
Dinapiera Di Donato

Los viejos se están despidiendo

Hay cada vez más halcones jóvenes perseguidos. Los azulejos se abalanzan sobre uno que se encoje, en lo alto del semáforo.

En el grupo que hace ejercicios alguien acaba de perder a la madre y a las tías en la casa de reposo, pero no debe interrumpir la rutina ahora que permiten ir a los parques. Aquellas señoras tuvieron una vida buena.

También a él le ha ido bien, porque precisamente está viviendo el alza de las plataformas de ventas por internet. Le conviene lo de la coacción digital.

No se hablan, están regados por la explanada, la imagen de la madre y sus hermanas y de la monja Rita flotan sobre su cabeza. Cada quien lleva a una multitud en la propia burbuja. Cuando dejamos de vernos los ausentes no nos dejan en paz. Nunca ha sido más difícil estar solo. Si Rita hubiera nacido en Texas no habría tenido que tomar el hábito solamente porque lo que más quería era salir de noche a cazar para ver el cielo. En su caserío colombiano las mujeres hacían otras cosas. El cielo era un mapa a otros mundos apenas detectables con un telescopio Hooker. Apenas supo que las monjas del lado de Venezuela tenían uno, convence al dueño de todo de dejarla en paz porque El Señor la llamaba.

Llevaba la contabilidad y desarrolló una alergia de tanto manosear billetes en su mayoría donados. La secuestraron por unas cuentas que no cuadraban.

La hermana Rita pregunta una y otra vez si están en Cuba, porque ve en el noticiero a Castro en el Panteón Nacional al momento en que Chávez histérico le hace un gesto de cariño y el comandante exclama pero chico no me toques tanto. Era la toma de la presidencia y el venezolano adelantaba su sueño trasnochado de enterrarse en un mausoleo anacrónico. Aquello tenía que ser en la Habana.

Ahora se apoyan en los bancos que alguien va desinfectando. En 1999 fue obligado a vigilar a Rita cuando se puso medio loca, sobreviviente del caserío de investigadores y familiares con el bacilo de Hansen secuestrados con ella. Le pareció hueca, solamente imitaba a los dueños.

Rodeada de estrellas oía algo como chasquidos de mandíbula y no eran grillos ni sapos ni el ruido de las quemas. Eran sus propios dientes que se desencajaban como en una boca ajena. Llevaba aún los guantes que usaba de sus tiempos de contadora. Sacó su pañuelo para escupir lo que creyó astillas en medio de la pesadilla de cuerpos y paisajes retorcidos, antes de que él la empujara a otro helicóptero.

Dijeron que deliraba con un collar bomba que en realidad nadie le puso.

Yo en cambio creo que sí fue verdad todo. Los años manoseando billetes asquerosos, obviando alcaloides, en la brega para que no le desviaran medicinas y experimentos; malgastado en las discusiones sobre la dignidad femenina, con su amiga la doctora; tiempo muerto con libros, enseñando a administrar, a hablar inglés y a usar preservativos, en lugar de prácticas de tiro.

¿Y por qué no tendría ella ambiciones, como él, de salir viva?

En la edición de entrevistas a los nuevos héroes que nos salvaban el porvenir extirpando el presente podrido usaría los insólitos giros de la revolución más chévere del mundo, que ya Plinio Apuleyo había discutido con su erudición reaccionaria, sin audiencia popular. No hay nada de qué arrepentirse, casi todo el mundo pensaba así en el siglo pasado. Retórica más retórica menos, aquellos revolucionarios pagaban bien. Se repartían entre sentimentales y los que con el fin de parecerlo adoptaban propósitos edulcorados de catequistas de izquierda.

Una autora venezolana comparó a los alzados con ángeles. Se estaban formando nuevos cultos, reventando comunidades. Rita sí pone cuidado. Ya no pelea con el bobo que de seguro escribirá las mejores telenovelas cuando ya no estén allí. No se deje llevar por el mariposeo de los venezolanos, borre eso. Una época en la que mejorando la redacción de asesores del comandante se podía ahorrar en dólares. Al grito Oligarcas temblad: los uniformados caen de sus corceles del ideal, (¿gesto estatuario martiano? Con Rita terminan ahogados de la risa). Bombas humanas nostálgicas, enamorados de la idea de ser recordados para siempre por el centauro que los eligió, anotaba él al margen. Sus notas también le parecían ridículas a Rita.

Sudar con mascarilla, qué idiotez. Hace mucho que no recordaba a la monja astuta que vendió a todo un caserío. Aunque nunca tuvieron pruebas. La edición artesanal del libro de sus experiencias de primera mano no circuló sino lo suficiente. Sólo quería llegar a New York, sacar un doctorado y devolverse para vivir en otros sectores del país salvado.

Otra imagen de Rita, en el Bar-restaurant La Revolución: las manos hinchadas le sangran. Las ficheras le cuentan que la monja había sido pareja de una gringa científica que hizo milagros en el antiguo leprosorio. Graban canciones más discursos risibles de los que eran usados en Venezuela y Rita insomne echando cuentos de su vocación que le vino cuando entendió que quería únicamente quedarse despierta y como Sor Juana estudiar los astros. Que la noche también le hubiera gustado para irse a cazar. De niña solía bordar en las labores de seda un avión muy blanco en lugar de palomas de Fredonia. Aburrida del guitarreo de las otras fingía cantar Eres Rosamaría flor de los cámbulos, cuando en realidad espiaba cómo se iban los hombres: los gatos y los hombres y los perros que cazan y se pierden de noche por no orientarse con las estrellas.

Rita vuelve a la pregunta maníaca de si ahora sí que estamos en Cuba, ¿Cierto? En la pantalla aparecen los comandantes, íntimos, felicitándose por la amistad de los pueblos. Las muchachas callan a la monja porque acaba de pasar el avión de los comandantes, una dice que se le caen las bragas cada vez que los ve, tan divinos. Rita insiste en que a ellos los hombres les gustan más. Ay, quién lo dice, le replican. Se le escapa. En la mesa quedan guantes sucios, un rosario de argolla con cuentas verdes y la foto dedicada Para Rita, mi amor, en la que todos tienen una idéntica expresión azul vidrioso menos la mujer que parece un hombre.

1998: Y ahora que empieza la historia del comandante, hay que borrar el fragmento anterior. Empezó el verdadero negocio, inventar enemigos y cazarlos. No lograría el cargo diplomático que se ganaban los poetas del país vecino.

Era el momento de quedarse. Pero flaqueó. No podía ser tan perverso como Rita. En New York escribió lo que quiso. Escribió también en negro para shows de narcos. Se volvió francamente anti-castrista, anti-chavista, anti-militarista. Se hizo amigo de Plinio. Enderezó sus pasos.

Cuando le avisan que su madre y sus tías no pudieron sobrevivir al covid19 piensa que no les fue mal. No puede ir al sepelio. Los cuidadores hacen un video. Una de las más ancianas lleva unos guantes grises. Comenta que su madre y sus tías hablaron tanto de él que es como si ella lo conociera de toda la vida. Sin venir a cuento se pone a hablar de las estrellas de Fredonia. Entonces él empieza a entrecortarse, como si le fallara la respiración o la conexión a otros mundos.

Tuvieron una buena vida. Hay que cuidarse de los azulejos hembras alteradas que se entrematan, nada más.


Photo by: Dinapiera Di Donato ©

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